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Un combate con y contra uno mismo

La reparación es dolorosa. Vuelve real la “experiencia de la herida”. Traiciones, violencias, humillaciones e injusticias marcan nuestras vidas. No hay construcción (reconstrucción) posible sin esa prueba que es la reparación.

Duele porque obliga a reconocer –o a hacer reconocer– una fractura.

La negación, ya sea cómoda para uno mismo o intolerable para los demás, impide toda forma de reparación.

El negacionismo “pasivo-agresivo”, que subyace en las ideas de la convivencia y la benevolencia, retrasa en secreto la cicatrización.

Este capítulo se inscribe en el rechazo a la eliminación de las huellas. “No se puede reparar sin lo irreparable, lo inconsolable y lo irreconciliable”, afirma Derrida.

Para el filósofo y psicoanalista Stéphane Habib, “solo lo irreparable es reparable”. Por lo tanto, la recuperación es ser capaz de vivir –de verse a sí mismo viviendo– tras lo peor. Es aterrador.

La reparación deja entrever el final de un período. Implica cambiar algunos puntos de referencia (incluso intolerables) y nos confronta con nuestra capacidad para embarcarnos en un proceso largo. Nos obliga a corrernos de nuestro lugar de víctimas liberándonos de un yugo, rompiendo con un sufrimiento. Dibuja ese horizonte, no obstante esperado, de la pérdida del verdugo o, más aterrador aún, la desaparición de ese cómplice en el que a veces nos convertimos nosotros. Obliga a hacer el duelo. No hay reparación posible sin sufrimiento y sin lágrimas.

Es un combate difícil con y contra uno mismo, para uno en relación con los demás. La reparación está hecha de fracasos, frustraciones, pequeñas victorias, pero en ningún caso implica volver a un statu quo una vez que el proceso se ha puesto en marcha. Tras una fractura ósea, está la operación, la recuperación, la rehabilitación, luego la consolidación. Pero la fragilidad del miembro roto seguirá siendo para siempre el indicio de su historia.

Después de sufrir violencias psicológicas o físicas, reconstruirse lleva tiempo. No darle ese tiempo a la víctima es un juego pérfido que vuelve imposible toda reparación. Reparar no es algo que se decrete.

Las etapas de la reparación son identificables. Primero, el terror con las ganas de huir, seguidos de la aversión que empuja al rechazo. Luego, suele apoderarse de las víctimas el sentimiento de vergüenza; hay que olvidar, ocultarse, desaparecer. La vida se sobrepone, en un movimiento de ira. Se exalta la agresividad, motivada por el deseo de venganza. Pero la vindicta suele regresar, como dicen los canadienses, para cavar dos pozos. Es allí donde se ubican los indigenistas. Reparar no es vivir con esa amargura que une al agresor, sino emanciparse. La ira de los identitarios no es más que el combustible de una situación que monopoliza las heridas. Gracias a mi negritud, mi judeidad y mi feminidad, me sería fácil aprovecharme del valor agregado de víctima, “que se mide al compás de mi sufrimiento”. Pero es precisamente así como ninguna reconstrucción es posible. Ubicándome en ese lugar, me encontraría en peligro.

Para los identitarios, ¿qué es intolerable, la pérdida del colonizador o la de su lugar en los medios? Seguramente ambos. Como su estatus de víctima es su razón de ser, toda idea de reparación es improductiva.

Evidentemente, las “razas” aún duelen. Perdonar representa una de las cosas más difíciles de conseguir en la escala de la reparación, pero si hablamos de igualdad, resulta también el medio más eficaz para debilitar al verdugo.

Por otra parte, no hay reparación posible sin considerar el contexto. La reparación implica enfrentarse a distintas realidades para comenzar el proceso en el lugar correcto. Para el rapero Leto: “Si se niegan los hechos / Para satisfacer el hambre, se ha comenzado por el final”. Y las palabras que reparan no pueden desconectarse del presente que debemos vivir. Ya pasó la época de la descolonización de Occidente. Resucitarla continuamente raya en la neurosis masoquista, sobre todo porque en el continente hay otra dominación en curso.

La crisis económica, la crisis sanitaria, la crisis migratoria y el cambio climático obligan a comprender que nuestra época está hecha de leyes invertidas donde las pantallas acercan, donde la esfera privada se vuelve de interés público, donde la OMC ya no puede actuar sin la OMS y los derechos fundamentales, donde la soberanía de los Estados ha perdido su esplendor, causando al mismo tiempo una crisis de la representatividad. La comunidad internacional toma hoy una dimensión necesaria que se concretiza a través de una interdependencia individual. Tomar conciencia de ese movimiento mundial permitiría suturar lo que se ha desgarrado en nuestras humanidades. Y dado que lo que nos hirió también es el reflejo del mundo, la reparación implica siempre una dimensión política.

Seguros de nuestras fisuras, hemos sabido crear palabras con vibraciones ancestrales. Y es al sonar, al resonar y al hablar en lo más profundo de nosotros que las palabras reparan.

Domingo

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2022-06-19T07:00:00.0000000Z

2022-06-19T07:00:00.0000000Z

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