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La pandemia de la soledad:

El escenario que provocó el coronavirus obligó a la humanidad a atravesar difíciles pruebas para su equilibrio; desde el enfrentamiento masivo con la muerte al aislamiento en medio de la enfermedad. Cómo la resiliencia nos ayuda a sobrevivir.

Por JOSÉ EDUARDO ABADI, PATRICIA FAUR Y BÁRBARA ABADI.*

el escenario que provocó el coronavirus obligó a la humanidad a atravesar difíciles pruebas para su equilibrio; desde el enfrentamiento masivo con la muerte al aislamiento en medio de la enfermedad. Cómo la resiliencia nos ayuda a sobrevivir. Por José Eduardo Abadi, Patricia Faur y Bárbara Abadi.

Existe la muerte? No cabe duda de que la inédita aparición del COVID-19 no solo generó una dramática variedad creciente de síntomas y cuadros psicopatológicos, sino que resignificó nuestra comprensión y por lo tanto la reacción frente a nociones claves de nuestra vida: vulnerabilidad, vínculo, confianza, soledad, ayuda, cuerpo, deseo, caricia, tiempo, y sobre todo presentificó de un modo concreto, innegable (a pesar del esfuerzo de algunos) de la existencia, nada menos que la muerte.

Se preguntarán: ¿acaso uno desconocía la existencia de la muerte? ¿No sabemos, los seres humanos, que la vida un día concluye? Todos lo afirmarían sin vacilar. Pero el asunto obviamente es más complejo y tiene sus propios colores y características en cada tiempo histórico social y en los distintos lugares del planeta. Hoy en Occidente, “tierra de la razón”, (no es una ironía) la muerte es políticamente incorrecta. Sí, enfermarse y morirse es vivido como un fracaso, “no está bien”. (…) Pero hay ciertos puntos singulares a los que me quiero referir y relacionarlos con esta “muerte en tiempos del virus COVID-19”. Un aspecto es la representación de lo que yo llamo “la soledad infinita” que alude al estar muerto. Porque ese “no estar” del sujeto fallecido se instala de distintos y contradictorios modos en nuestra subjetividad individual y en la colectiva. Un filósofo, Spinoza, dijo una vez que hasta los 45 años sabemos que la muerte existe, pero no creemos en ella. A partir de entonces empezamos a creer, y allí nace al respecto la angustia. Nosotros agregaríamos, ¿y qué hacemos entonces? ¿La admitimos y nos resignamos? ¿La minimizamos hasta convertirla en invisible?

Reténgase la imagen de invisibilidad para asociarla con la noción de muerte por COVID-19 como veremos más adelante. La olvidamos y hasta casi desmentimos “sé que sí pero no”. O finalmente la combatimos solo

Hoy, en Occidente, la muerte es políticamente incorrecta. Enfermarse y morirse es vivido como un fracaso.

teóricamente hasta que se convierta en una abstracción intelectual. También nutridos de nuestro arsenal médico-científico soñamos extender tanto la vida a través de una longevidad que se acerque, aunque parezca un delirio, a la fantasía de inmortalidad. Este objetivo que hace unas décadas hubiera parecido un delirio o un cuento de ciencia ficción, hoy hay muchos que lo dan como un hecho: llegará un día en que los hombres seremos inmortales, esto en un futuro es seguro, dicen.

Esto es muy interesante, porque dado que pienso que la muerte, de la que no tenemos representación y que nos angustia es justamente la ausencia, esa que llamo soledad infinita, estar solo para siempre, tiene todos unos rituales de despedida que instalamos en nuestra “postmortemnidad” que potencian el afán de desvinculación, separación, distancia con las raíces, a veces ubicándolo en una blanca y aséptica cápsula hospitalaria, en último término alejando la muerte de la realidad y de las relaciones y vínculos primordiales de la vida.

SÍ AL MIEDO ÚTIL, NO AL PÁNI

CO INÚTIL. Pues bien, así como en las condiciones anteriores intentamos que desaparezca la ausencia —vaya paradoja— las vicisitudes de la actual pandemia acentúan el aislamiento de ese tiempo llamado morirse. Sepamos que una cosa es estar vivo, otra estar muerto y una tercera el tránsito que llamamos morirse. En ese morirse la situación actual del virus impide ver y acompañar con la mirada al padeciente; en síntesis, se crea un vacío para todos los protagonistas de la escena que complica la necesaria elaboración del duelo hasta donde este sea posible. No puedo con la mirada acompañar al enfermo; el enfermo no puede de algún modo percibir mi presencia acompañándolo. En una consulta un paciente me comentó que su padre había muerto “después de días de no saber nada de él, ni dónde estaba ni cómo estaba, sin poder verlo nunca. Me informaron de pronto que se había muerto. Me acuerdo que me largué a llorar y grité: ¡Lo secuestraron!”. Hoy cuando lo pienso me asombra y lo entiendo porque esto fue vivido por muchos. Cuando lo comenté con otra gente que había vivido algo similar me comentaron que la vivencia que habían tenido era muy parecida. El COVID invadía sigilosamente a su víctima y entonces era como si lo raptara, lo sacaba del mundo, haciendo un daño expansivo a toda la familia del enfermo. Este ha sido un ejemplo elocuente, pero sepan que de un modo menos extremo he tenido varias consultas donde este mecanismo que desafía lo evidente tiene lugar. Aclaremos que dentro de la resistencia de admitir la verdad que atemoriza y angustia hay variables, llamaríamos tal vez, más elaboradas. Me refiero a la amplia gama de racionalizaciones y justificaciones que oscilan entre las teorías conspirativas que suponen la gente amenazada por un complot general, para someter al mundo entero a un poder oculto, hasta explicaciones metafísicas que

suponían versiones casi delirantes o apocalípticas hasta un castigo divino como consecuencia de una humanidad pecadora. Como vemos eran múltiples los intentos de comprender lo que, por el momento, no tenía respuesta. Pero por supuesto abundan también afirmaciones de ingenuidad infantil como hemos escuchado varias veces. Por ejemplo “yo pertenezco a una familia longeva, no me va a ocurrir”, “vivo en una zona cálida, jamás me engripo”. Como vemos, la muerte y sus fantasmas se han convertido durante esta prolongada pandemia en un personaje mayúsculo, presentificado de un modo constante, y no siempre útil, por una catarata de informaciones en distintas áreas y medios.

Muchas veces este equipaje, volcado con la mejor de las intenciones, o sea, aquella de advertir y enseñar, se convirtió en excesivo y terminaba ocasionando un aturdimiento y potenciando la angustia. (…) La intención inconsciente con la información abrumadora es controlar, con el supuesto de que estar todo el tiempo encima permite ser más fuerte que la enfermedad, nos hace posible el controlarla y dominarla; no tenemos que distraernos.

QUE LA INCERTIDUMBRE NO SE

CONVIERTA EN AMENAZA. La realidad es que terminó dando un efecto distinto. Abrumado, un sujeto se siente impotente, aplastado y la incertidumbre deja de ser tal para convertirse en una amenaza casi palpable que se traduce muchas a veces en irritabilidad, hastío, desasosiego y un pesimismo que tantas veces es tobogán a la depresión.

Por eso quiero repetir dos afirmaciones que he acuñado como herramientas para usar en este tiempo durante la pandemia, así como aprendizaje para nuestro vivir y convivir en el porvenir. Me alegra la repercusión que tuvo en distintos medios por el resultado tranquilizador que generaba.

“Sí al miedo útil, no al pánico inútil”. Aquí busco jerarquizar el miedo frente a una situación peligrosa como un aliado del principio y criterio de realidad que nos permite objetivar las mejores formas y estrategias para poder enfrentar la adversidad de un modo exitoso; subrayando el valor de la prudencia que sabemos es aliada y no enemiga de la audacia. Esta última fue una virtud central para los antiguos y como las otras virtudes a las que ellos aludían, la justicia, la templanza y la valentía, la pensaban amiga del coraje y opuesta tanto a la temeridad como a la irresponsabilidad, que como sabemos, son tan ajenas a la sabiduría.

El pánico, en cambio, es otra cosa. No voy a hacer acá la descripción de todo el cortejo sintomático que lo caracteriza y que tantas veces hemos mencionado, pero sí señalar que ese ataque de angustia, porque de eso se trata, congela, confunde, paraliza, y la persona teme morirse o volverse loca, como suele decir, cosa que obviamente nunca sucede. Pero lo que sí acontece es un intenso sufrimiento, y por eso debemos asistirlo para inicialmente aliviarlo y luego un tratamiento para

poder superar esto de un modo definitivo.

El miedo es aliado de la valentía, el pánico es en cambio efecto del terror imaginario.

LA INFODEMIA ES PERJUDICIAL PARA LA SALUD. La otra afirmación es que la sobreinformación, también llamada a veces infodemia, termina siendo altamente perjudicial. He acuñado “Ni desnutrición, ni empacho”, una metáfora gastronómica que creo es muy esclarecedora. Para aquel que no es un especialista en la materia, la acumulación de datos, especulaciones y conjeturas médicas no tiene ningún beneficio, solo aturde, confunde. La gente queda imantada a lo traumático y no tiene una función didáctica elaborativa. Lo conveniente es recibir lo necesario en cantidad y calidad adecuada, no es otra cosa que aquello que conocemos como armonía.

La invisibilidad es un aspecto muy ligado a esta enfermedad, al inicio y desarrollo de esta pandemia. Un virus de un tamaño invisible, un enemigo de nuestra salud, más aún de nuestra vida, que nos invade un modo imperceptible, sin que podamos detectarlo con todos nuestros sentidos y que nos obliga una vez contagiados a un encierro solitario que impide nada menos que vernos y alojarnos con y dentro de nuestros semejantes. La mirada que nos descubre y relaciona queda enceguecida. El sentimiento que aparece es el de una soledad infinita, desalojados de esa interioridad del otro, que como dije, da testimonio de nuestra existencia. Ver y ser visto lo asociamos inconscientemente con vínculos, y por lo tanto con sentido y con estar vivo. Como corolario de esto, emergen el desconcierto y el desamparo que potencian el peligro de la amenaza y las eventuales pérdidas futuras. Pero lo más dramático de esta invisibilidad se da cuando ocurren las internaciones, donde está prohibido cualquier acercamiento entre el enfermo y sus allegados. El dolor, la impotencia que muchas veces llega al reclamo desesperado afloran con una intensidad conmovedora.

En otra consulta una paciente me decía: “Hace dos días me llamaron para decirme que a él lo trasladaban a terapia intensiva, y si quería saludarlo. Yo asentí con la cabeza, sin darme cuenta de que estaba hablando por teléfono, porque en realidad no me salía una palabra. Me dijo que me quería y que les diera un beso a nuestras hijas. Tenía una voz y un tono apenas audible. Yo sentía que me despedía para siempre. No sabía cómo hacer para no largarme a llorar y que él lo escuchara. Necesitaba verlo y que supiera que yo estaba allí y que sabía que él estaba donde estaba”. “Milagrosamente”, me dice la paciente aquel día, “ayer me llamaron y me dijeron que ya saturaba bien. No puedo decirle a usted lo que sentí, estaba en otro espacio, en otro mundo. Yo le pregunto, doctor, ¿los enfermos de COVID cuando no se curan se mueren o desaparecen?”. La despedida del ser amado, de por sí siempre incompleta, queda obstaculizada, impedida. La ausencia del sentimiento de realidad que otorga el mirar y ver provoca un trabajo de duelo complicado. Por otro lado, en la subjetividad colectiva, el “morirse en soledad” provoca fantasías panicosas.

Es muy importante hablar de todo esto, ponerle palabras, que es una forma de visibilizarlo, de intentar comprenderlo, junto a los interlocutores adecuados que son siempre un sostén. Comprender significaciones es una manera de ver.

Esta pandemia obligó a la humanidad a enfrentar esa enfermedad que, por otro lado, recién iba adquiriendo nombre a medida que iba apareciendo, a recurrir a todo el arsenal de conocimiento que se tenía hasta ese entonces. Era necesario alimentar con un instinto de vida todo aquello que hacíamos para poder pararnos frente a lo desconocido y encontrarle una respuesta. Obviamente no solo desde el punto de vista orgánico, sino desde lo emocional. En el siglo donde el sujeto de la razón consagraba al máximo la noción de positividad, de exceso, de totalidad, desafiando anteriores divinidades, lo desconocido en este caso volvió a atravesar su pretendida coherencia y armonía completa. Casi diríamos que la armonía misma había quedado fragmentada por este nuevo enemigo global. Aristóteles, el sabio, estaría alarmado. Nosotros tan lejos, lamentablemente, de aquella Atenas de Pericles, tomábamos conciencia en realidad de que los seres humanos no podemos pensar una melodía ajena a aquella de la presencia del otro. Esta enfermedad resignificó nociones claves de nuestro transcurrir en la vida, nos ha creado y va a dejar sin duda para que trabajemos en el futuro marcas de todo el acontecer traumático.

LA PANDEMIA DE LA SOLEDAD. (José Abadi) Soledad. Una palabra tan frecuente en nuestra conversación cotidiana y ni qué hablar en nuestros monólogos solitarios. Un significante con varios significados que tienen distinta repercusión emocional.

Algunas veces, alude a una búsqueda de un espacio solitario, una serenidad ajena al bullicio que nos aleja de nuestro mundo interno, a la posibilidad de estar receptivo a aquello que nuestra alteridad puede expresar. Tiene una familiaridad con el ocio (contrario de negocio), ese maravilloso oasis al que nos invitaban los sabios de aquella Atenas intelectualmente primaveral. La soledad del ocio es voluntaria, permeable a lo nuevo pero, sobre todo, y esto es lo fundamental, es una comunión particular con nosotros mismos.

Otra soledad, pero esta sí dolorosa, es la del abandono. Es la que nos supone extraños al afecto e intereses del semejante y por lo tanto desamparados, pequeños, transitando una intemperie indiferente. Sabemos de los cuadros depresivos que estas situaciones provocan. En una consulta, una mujer de mediana edad me preguntó “¿Uno llora para que alguien se entere? Yo me siento tonta o ilusa, porque nadie registra mi llanto”. A veces, es producto de la pérdida de un ser querido. En un primer tiempo del duelo, el

La intención inconsciente con la información abrumadora es controlar, ser más fuerte que la enfermedad.

puente que nos ligaba se quiebra y lo que se siente es un desconcertante vacío; un mundo despoblado al que se intenta encontrar sentido.

Una elaboración sana del duelo permite recuperar el lazo, incorporando al que partió a la memoria amorosa, convirtiendo la herida melancólica en un recuerdo que respira muchas veces la calidez de la nostalgia.

AISLAMIENTO, DISTANCIA, FALTA DE CONTACTO. Podríamos seguir ampliando y discurriendo un largo tiempo acerca de este sentimiento esencial, pero quiero señalar un sentido interesante, antes de meternos específicamente con la soledad de la pandemia.

Voy a comenzar contando que hace muchos —pero muchos— años en una charla con un chico de alrededor de 8 años que había venido con sus padres a mi casa, ante la reiteración que hacía de juegos ligados a quién se moría y quién se salvaba, le pregunté si uno de los personajes con los que jugaba le tenía miedo a la muerte. Me contestó inmediatamente “Sí, claro, mucho, ¿no te das cuenta qué es la muerte?”. Le di la razón, y agregué: ¿qué será la muerte para ese personaje? Sin vacilación, replicó: “Lo mismo que para todos. Que se mueran todos y quedarse solo”. Me impactó. Me quedó clarísimo qué significa estar muerto para el ser humano a partir de esa simple respuesta que me había dado un chico de 8 años. Simple y dramático: quedarse en una soledad irreversible, infinita y eterna. Se trata del sufrimiento de no ser. De eso entonces se trata nuestra representación de la angustia de muerte: quedarnos tan solos que hasta el olvido se olvide de uno. La infinitud de la nada.

Aunque sea el infierno, bromeaba un amigo mío, cualquier cosa menos la nada. ¿Por qué? Porque no me la puedo imaginar. En realidad, porque no hay lugar para la imaginación en el universo de la nada.

Analicemos ahora la soledad en relación con el COVID-19, coronavirus, pandemia. En este contexto toma distintas expresiones. Una de ellas se vincula con la amenaza de muerte que provoca el virus, la manera de protegerse es aislarse, encerrarse. La expresión más suave enunciaba “cuidate”, “quedate en casa”, pero lo que se escuchaba era otra indicación: mantenerse distante de cualquier otro, porque este, tu prójimo, te puede contagiar.

Los que te rodean son peligrosos, no tocarse, acariciarse, besarse; y menos aún amarse. La sensación de soledad que crece dentro de cada uno se agiganta, inconscientemente todos nos preguntamos: ¿estoy alojado en el alma del otro? ¿Y el otro en la mía? ¿Volveré a conjugar el verbo compartir?

La otra arista es el gran temor a perder a los seres queridos y entonces el mundo sería un desierto. Vaya soledad esa... Desde otro ángulo, con la excesiva y permanente sobreinformación en los medios, los ámbitos de la internación aislada, la terapia intensiva con toda la escenografía apabullante y desconcertante, los relatos de quienes la transitaron sembrando una ansiedad inevitable, conformaron un peligro que situó a la soledad como la sombra sin duda, más temida. La internación se convertía como en un túnel que vía terapia intensiva podía llevarme a una nada, lejos de todos aquellos que me definían y constituían como persona. Ahora sería muy ilustrativo relatarles la descripción que me hizo un paciente, que no estaba en el segmento de riesgo, de su paso por la internación. Inesperadamente se agravó y fue trasladado a terapia intensiva y me contó sobre sus vivencias al ingresar y salir. No olvidaré sus palabras: “Yo pensé que todo estaba por concluir; hacía una semana que ya estaba internado y la fiebre había desaparecido tres días antes. Una mañana me tomaron la saturación de oxígeno. Un médico llamó a otro, vinieron, midieron nuevamente, y me dijeron, ‘vamos a pasarlo a terapia intensiva’. Recuerdo que pensé, pero no me preguntan…, me informan, claro, pensé luego, cómo me lo van a preguntar a mí, yo soy el paciente, no el médico. De pronto me vi en camino a terapia intensiva, tenía una sensación de no saber a dónde iba y un miedo a no volver. Me dijeron ‘¿quiere hablarle a alguien de la familia para saludarlo antes de internarse en la terapia?’. Yo escuché ¿quiere despedirse para siempre? Recuerdo que dije sí, y le hablé a mi mujer y les mandé saludos a mis hijos. Curioso: recuerdo que también le dije ‘un beso para mi nieto menor en particular’. De pronto, entré a terapia intensiva, me dijeron ‘vamos a intubarlo, por eso primero lo pondremos en un coma farmacológico’. ¿Coma?, pensé yo, ¿pero eso no es la muerte? Me desperté unos días después ya en otra pieza, que no era la de terapia intensiva. Me dijeron que el peligro había pasado.” Yo entendí que una marca de temor y dolor había inaugurado una fantasía de que el peligro podría estar en cualquier lado. Iba a necesitar tratarlo con cuidado y en una psicoterapia, seguramente con un diálogo que volviera a garantizar que estaba vivo y en el mundo.

RESISTENCIA Y RESILIENCIA. (José Abadi y Patricia Faur) Un análisis prospectivo es el que permite construir hipótesis para anticipar el futuro. Frente a la volatilidad de nuestro tiempo, a la incertidumbre y al desconcierto, la prospectiva intenta calmar la ansiedad construyendo escenarios posibles para lo que vendrá. Existe un sesgo cognitivo que es un juicio, muchas veces inexacto, que forma parte de nuestro procesamiento emocional y se construye con las creencias y las interpretaciones del momento en que vivimos. (...)

A más de un año del comienzo de la pandemia y frente a la angustia que provoca la sucesión interminable y repetida de “nuevas olas, variantes, mutaciones y colapsos sanitarios”, se hace necesario salir de los discursos apocalípticos. La ciencia parece desmentir el delirio apocalíptico, justamente por su condición de delirio, pero difunde informaciones cotidianas que llevan, de manera inevitables, a que la gente viva este

Sentimos una soledad La inmoralidad de los infinita, desalojados de gobernantes difunde esa un ejemplo interioridad que del luego otro que reprimenda testimonio con 80 car. de nuestra existencia.

SUMARIO

es-ar

2021-11-27T08:00:00.0000000Z

2021-11-27T08:00:00.0000000Z

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