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El karma de Pinamar

El asesinato de Cabezas shockeó a una ciudad llena de fantasmas, dinero y poder. El antes y el después de Alfredo Yabrán.

JUAN LUIS GONZÁLEZ (DESDE PINAMAR) jlgonzalez@perfil.com @juanelegonzalez

Hay dos cosas que distinguen a Pinamar sobre los 2300 municipios de la Argentina. La primera es que es el único de todos ellos que lleva el nombre de una empresa. En 1943, cuando Perón no era más que una promesa, el arquitecto Jorge Bunge fue a parar a lo que era un inmenso arenero y se le ocurrió que, si lo llenaba de verde, podía convertirlo en un sitio interesante. Pinos y mar, más una sociedad anónima que hoy poseen los herederos de Bunge y que sigue siendo dueña de todas las tierras de la ciudad que no se vendieron, y de repente el lugar ya tenía cómo llamarse. Vale la pena detenerse una línea más en esto. Es como si en vez de haber pinamarenses, intendente de Pinamar, playas de Pinamar, romances de verano en Pinamar y familias que guardan recuerdos hermosos de un verano en Pinamar, hubiera cocacolenses, intendente de Coca Cola, playas, romances y recuerdos en Coca Cola. Podría ser una joda, un chiste a medio camino entre un cuento postapocalíptico y una sitcom de moda y muy bien auspiciada. Podría serlo, sobre todo porque lo otro que distingue a la localidad también parece irreal, propio de una película de terror o de una dictadura militar cuyos métodos se suponían olvidados: Pinamar es la única ciudad del país en la que mataron a un periodista en plena democracia, la única en donde asesinaron a un fotógrafo por sacar una foto.

CULPA COLECTIVA. En Pinamar todos se conocen con todos, y no hay secretos. O mejor dicho, los hay pero, como en cualquier infierno grande, se guardan abajo de la alfombra. Alfredo Yabrán era uno de ellos.

Cuando en la tarde del viernes 16 de febrero de 1996, once meses y nueve días antes del momento que cambiaría para siempre la historia de Pinamar, del periodismo y de todo el país, José Luis Cabezas levantó su cámara e hizo click, ya toda la ciudad sabía quién era Yabrán. Todos lo sabían, aunque hay que ser justos: nadie, ni siquiera los que se beneficiaban con los millones de dólares que invertía ahí entre hoteles y restaurantes top, ni los que se ilusionaban con la promesa de un megapuerto, ni un solo pinamarense podía imaginar que ese misterioso empresario siempre rodeado de custodios iba a ser el único en mandar a asesinar a un periodista desde 1983 hasta hoy. Pero ninguno de los que tenía edad suficiente se puede hacer el distraído, culpa que en silencio o en alguna noche de copas se acepta, y que por eso mantiene la herida sin cerrar desde hace 25 años.

No hay una persona en Pinamar que para el 25 de enero de 1997 tuviera 18 años o más que se pueda olvidar de ese día, quién fue que le contó lo del auto calcinado en una cava en Madariaga, por dónde vio la vergonzosa defensa del intendente de entonces a Yabrán, cómo se enteró de que la policía local había liberado la zona, cuándo fue que comprendió el horror, la complicidad política, cívica y empresarial que llevaron a que su ciudad sea noticia en todo el planeta. Tiene lógica que la memoria de los pinamarenses no falle con esa jornada: sus playas nunca jamás volvieron a ser las mismas. Chau Yabrán, chau Menem con su Ferrari, chau megapuerto, chau glamour y también chau Pinamar, título de tapa de esta revista, la misma en la que trabajaba Cabezas, que ilustraba a la desolada ciudad en enero de 1998 y a la que algunos vecinos mandaron a imprimir en una versión gigantesca sólo para prenderla fuego en una avenida.

Es que en eso se convirtió Pinamar. Una aldea fantasma que renegaba de su pasado y que cuando este aparecía, ya sea por un aniversario o por las noticias que contaban cómo uno a uno los asesinos iban recuperando la libertad, lo mandaban para Madariaga y decían que ahí habían sido los dos disparos. Si Cabezas fue para el país un símbolo de un horror que nunca debería volver a repetirse, para Pinamar fue un karma que destruyó trabajos, que despertó los peores miedos y que los obligó, con la sutileza de una trompada, a una profunda reflexión.

ARENA. Pero Pinamar era y sigue siendo, en esencia, un pueblo. Y como tal tiene también otra cara. Es una que fue reforzada por el paso de los años, por el agua salada que alejó los tiempos de oscuros empresarios y por las nuevas generaciones. En verdad no es sólo una cara, sino que son cientos. Pinamar también es Gastón Caminata, que todos los días recorre 15 kilómetros la playa para juntar colillas de cigarrillo. Es Julieta Laurino, una porteña exiliada que empuja a todo al que cruce a una vida sin bocinas y que cuando alguno la sigue se procura hacerlos sentir como en su casa. Es Pedro Marinovic, un hotelero que invita a un extraño al que recién conoció, un 31 de diciembre, a que pase fin de año con su familia para que no esté solo. Es Manuel Morello, un cordobés de 50 años que llegó a la ciudad con un par de celulares usados para vender y que hoy, a pesar de ser el responsable de un restaurante, de un hotel, de un parador, se toma varias horas de su semana para levantar postes o árboles, para ayudar a un vecino al que se le rompió un vidrio, para hacer eso y más por un amor puro al lugar que lo recibió sin un solo peso. “Yo no paro hasta que esto sea Mónaco”, me dijo una vez, ante la extasiada mirada de un amigo que ahí nomás lo bautizó “Pinaman”, como si fuera un superhéroe. Parece joda, pero no. Es Pinamar.

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2022-01-22T08:00:00.0000000Z

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