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Franco Ricci, el pintor que hizo un pacto con el tiempo

Tomó clases “robadas” de Benito Quinquela Martín, se formó con Piñeyro, expuso dos veces en el Louvre y emocionó al Papa Francisco.

Por Rocío Mellas. Fotos: Ernesto Pagés.

Hay que salir a buscar el paisaje. Franco Ricci pinta hace más de siete décadas para estar cerca de la naturaleza. Su paleta es rebelde e intuitiva, libre de definiciones. “Pintar me entusiasma, me hace sentir vivo. Recuerdo que de chico me quedaba frente a las exposiciones y hacía un análisis mental de los colores, de las sombras, de los espacios, hasta que me decían: ‘Che, pibe, vamos a cerrar’. Mirando se aprende, y hay que estar atento al aprendizaje. Si bien la creatividad es muy esquiva a veces, hay un antídoto que no falla: la búsqueda y el estudio”, comparte.

Pintar la naturaleza, para Ricci, es una forma de entender el mundo: “Siento que estoy en ella, que soy parte de ella”. Su relato plástico es uno de los más elevados del impresionismo argentino: fue alumno de Piñeyro, condiscípulo de Fernando Fader, respectivamente.

¿Cómo se sale a buscar el paisaje? “Hay que abrirse a la aventura. Fernando Fader salía con su Ford T a cazar paisajes. Elegía una escena natural y se rendía ante ella: ‘Permiso, paisaje, ¿lo puedo pintar?’, le preguntaba. Y recién ahí daba pinceladas”, recuerda el pintor que emocionó al Papa Francisco (ver recuadro).

El fruto no cae lejos del árbol. Franco Ricci comenzó a pintar en su tierna infancia. “La semilla se prendió al observar a mi padre, que tomaba una carbonilla y pintaba. Para mí no existían excusas; ya en el jardín de infantes dibujaba y pintaba”, rememora.

La vena faderiana de su obra tiene un responsable: Piñeyro. “Él vino a Buenos Aires en 1934, cuando murió Fader, y se mudó cerca de la casa de mis padres, sobre la calle Anchorena. Donde hoy está la plaza Monseñor Andrea, había una casa baja con uvas y malvones; ahí vi por primera vez a mi maestro, rodeado de atriles de pintura. Salía a la vereda, tomaba mate y daba clases a cielo abierto. Y los fines de semana hacía instalaciones en diferentes puntos de la Ciudad de Buenos Aires: ponía un soporte, cuadros, pomos de pintura, pinceles

y un asiento improvisado. La gente pasaba y, si quería, podía frenar a pintar.”

La creme de la creme. Cuando pinta, Ricci hace un pacto con el tiempo. “En un momento, Piñeyro anunció que se iba a mudar y que iba a donar todo lo que tenía: atriles, baldes de pintura, parvas de pinceles, espátulas y rollos de tela. Entonces se le ocurrió hacer un concurso de pintura. Yo estaba embelesado con todo lo que pasaba en ese micro mundo. Mi madre venía a buscarme para almorzar, porque la mesa estaba servida, pero yo no aflojaba: quería seguir el concurso de cerca y conocer a los ganadores. Nunca me imaginé que el primer premio iba a ser para mí porque había mucha gente talentosa que se había acercado para ganar el premio mayor: la caja de pintura de Adela Guiñazú, la esposa de Fader. Adela había sido alumna de Piñeyro -de hecho, tomaron seminarios juntos con Von Zügel en Alemania- y antes de morir, le obsequió su caja en agradecimiento por las clases. Ganar esa caja de pintura fue muy conmovedor.

La picardía del encargado. Antes de exponer en el Louvre (2014 y 2016), y mucho antes de recibir un premio a la trayectoria artística en París, Ricci tuvo el privilegio de recibir devoluciones de Benito Quinquela Martín.

“Mis compañeros y yo conseguimos que Quinquela Martín nos diera clase por sugerencia de Rulo, el encargado del colegio Manuel Belgrano. Rulo tenía el pelo rubio, casi blanco, medía dos metros y hablaba una mezcla de alemán con español. Cada vez que nos veía, nos incitaba a estudiar: ‘Si a ustedes les gusta la pintura, tienen que ir a ver a Quinquela Martín. Él abre su estudio todos los martes, a las 15hs’. No veíamos la hora de que llegara el martes”, explica.

Una vez por semana, Benito abría su estudio y recibía a la gente del barrio: colocaba sillas contra la pared, rodeando su estudio, y él se quedaba en el medio, pintando en su gran mesa de granito. “Escuchaba a todos, mientras pintaba, y tomaba nota de lo que le contaban los vecinos. Respondía desde la mesa donde pintaba, impartiendo cierta distancia, pero siempre cerca del corazón de la gente. Esa escucha atenta le permitía estar en contacto con las necesidades del barrio. Pintura que conseguía, pintura que donaba para pintar paredes y fachadas; de ahí se explica por qué las casitas de La Boca empezaron a tener diferentes colores, fue puro azar”, aclara Ricci.

“Cuando Quinquela Martín vio que nos acercamos a su mesa por primera vez, largó la espátula y nos compartió su devolución. Desde entonces, repetimos ese ritual todas las semanas. A nosotros no nos daban las orejas para escuchar lo que decía porque sabíamos que, en realidad, él no daba clases. Recuerdo que hablaba entre español e italiano. ‘Poma de viola aquí’, repetía. Y eso significaba que teníamos que agregar un poco más de violeta. Con el tiempo se convirtió en amigo personal de Quinquela Martín.

Abstracción, deja que el lápiz construya la imagen formal. A lo largo de su carrera, Franco Ricci se ha destacado como profesor en todos los niveles educativos. “He llegado a tener 11 trabajos; escuela que me convocaba, escuela a la que me sumaba. Pero en un momento tuve que frenar, casi no veía a mis hijos”, se sincera. Como artista, sus conocimientos sobre Pintura, Diseño y Arquitectura le permitieron hacer de todo: desde la escenografía de obras teatrales en la Manzana de las Luces hasta instalaciones en consulados y embajadas.

Su universo, marcado por el manejo de la luz y el color, crea reminiscencias a universos paralelos, diminutos. “Todavía tengo que seguir aprendiendo.”

Los estímulos que vienen de afuera no ingresan a su micro-mundo: pareciera que allí solo hay lugar para lo que trasciende. Ricci sabe que buscar el paisaje retroalimenta el mundo interior con el mundo exterior y va por ello. “La naturaleza te agradece por inmortalizarla. Cuando pinto un paisaje, vivo el momento y lo disfruto”, reflexiona mientras pinta.

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2023-06-03T07:00:00.0000000Z

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