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Conteos, cuentos y recuentos peruanos

Dos semanas después del balotaje y luego de que el cómputo total de actas diera la victoria a Pedro Castillo, por 44.058 votos de diferencia, Keiko Fujimori y el establishment empresario y político tradicional del país se aferran a que un fallo del Jurado Electoral revierta

el resultado. Tensiones crecientes.

Un cómputo oficial de sufragios que terminó 10 días después con un resultado exiguo, pero que a la luz de la historia político-institucional reciente de Perú no puede considerarse inédito.

Impugnaciones de parte de quien quedó por debajo en el recuento y proclama estar segura de que la revisión de actas que reclama dará vuelta el resultado adverso.

Un candidato proveniente del interior más profundo y postergado, que nadie tuvo en cuenta y dio su batacazo inicial al ganar la primera vuelta del ya lejano 11 de abril, cuando 18 candidatos se presentaron en busca de la presidencia.

Demonizaciones y macartismo de la más baja estofa para esmerilar luego del primer turno la figura de quien es subestimado por las elites y el establishment, que al mismo tiempo auguran todo tipo de catástrofes para el país si se confirma su victoria.

Una inquietante carta respaldada por 64 altos oficiales retirados y en sintonía con Fujimori, enviada al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, en la que se pide que desconozcan la Constitución y las leyes si la última instancia que les queda a quienes se niegan a aceptar un resultado adverso, se cae mañana o pasado por un definitivo dictamen del Jurado Nacional de Elecciones (JNE).

Así, partido por la mitad, tensando al máximo un delicado presente institucional, está el Perú que habitan algo más de 33 millones de personas en condiciones de desigualdad manifiesta que tuvieron fiel reflejo en las urnas.

Es el mismo país que tuvo cuatro gobernantes y cambió un Congreso entero en el actual período que inauguró en 2016 Pedro Pablo Kuczynski, continuaron Martín Vizcarra y el efímero Manuel Merino, y debe concluir el próximo 28 de julio Francisco Sagasti, cuando pase la banda presidencial a su sucesor, justo en el mismo día en que Perú celebrará los 200 años de su independencia.

Ayer, mientras se escribían estas líneas, dos manifestaciones ganaban las calles de Lima separadas por pocas cuadras. En una, el maestro rural y sindicalista Pedro Castillo, candidato de Perú Libre, marchaba en defensa del resultado anunciado días atrás por la Oficina Nacional de Procesos Electorales (Onpe) que, computado el 100 por ciento de las actas, lo dio ganador por una diferencia de 44.058 sufragios sobre Keiko Fujimori. En la otra concentración, la hija del expresidente preso por corrupción y crímenes de lesa humanidad no se daba por vencida y denunciaba irregularidades que ninguno de los distintos veedores internacionales vio en la votación del pasado 6 de junio.

En un país donde los poderes se han enfrentado, descalificado y hasta destituido mutuamente en los últimos cinco años, es de esperar que la demora tan prolongada del escrutinio y la proclamación formal de un ganador, no haga más que atizar

divisiones y sumar desconfianza de buena parte de los ciudadanos en sus representantes.

Pero las diferencias exiguas no son novedad en Perú. En las presidenciales de 2016 Keiko Fujimori, quien había ganado la primera vuelta con el 40 por ciento de los votos y casi duplicó en esa ocasión a Pedro Pablo Kuczynski, acabó derrotada por PPK en el balotaje por un total de 41.037 sufragios, o 0,23 puntos porcentuales.

En ese segundo turno, que tuvo una participación del 80,09 por ciento del electorado, Kuczynski obtuvo el favor de 8.596.937 peruanos, contra 8.555.880 que se inclinaron por Keiko. El recuento también se extendió varios días y hubo fugaces alegaciones de fraude. Sin embargo, el tratamiento mediático de aquellos resultados fue muy distinto al actual. PPK era un fiel exponente del mundo empresario peruano y su victoria fue rápidamente arropada con titulares que lo presentaban como el hombre que vendría a limpiar al país de la corrupción. Su renuncia, un par de años después, para evitar que el Congreso lo destituyera por prácticas reñidas con la transparencia y honestidad que había prometido no le evitaron la prisión domiciliaria que jueces le impusieron por delitos económicos.

Tampoco es la primera vez que el fujimorismo agita campañas de miedo para tratar de recuperar el poder que durante una década ostentó el ignoto ingeniero agrónomo que en 1990 sorprendió derrotando al afamado escritor Mario Vargas Llosa,

hoy confeso votante de Keiko.

En el balotaje de 2011, las fake news que alertaban sobre supuestas llegadas de hordas chavistas para colonizar Perú de la mano de Ollanta Humala –que habían ayudado al triunfo de Alan García contra el mismo rival cinco años antes–, no fueron suficiente aval para Keiko. Hace 10 años, en su primer balotaje, la hija de Fujimori perdía por 445.057 votos de diferencia.

En este 2021, atribulado por una pandemia que tiene a Perú con 180 mil víctimas fatales y entre los mayores registros del mundo de muertes por millón de habitantes, el electorado reaccionó con indolencia o bronca en el primer turno, cuando hubo cifras altísimas de votos en blanco y nulos.

Pero en su tercer intento por llegar a la presidencia, Keiko apostó todas sus fichas a demonizar la figura de su contendiente y construir un personaje capaz de movilizar por el espanto a aquellos más apáticos o renuentes en confiarle su voto a quien, como ella, afronta inconclusos procesos y condenas por lavado de activos y carga como estigma un apellido que evoca años de autoritarismo y escaso apego a las instituciones.

Si bien es cierto que los hijos no tienen por qué cargar con pecados y faltas de sus padres las reivindicaciones de Keiko o los apoyos que cosechó en nombre de su progenitor, desnudan más de una contradicción política en este Perú del siglo 21.

Los eslóganes y discursos de campaña mostrando a Keiko como última barrera o dique de contención frente a la temible llegada del populismo, de un comunismo que lo arrasará todo, o hasta un regreso de Sendero Luminoso, prendieron en no pocos peruanos de la mano de fujimoristas de última hora como el propio Vargas Llosa o Jaime Bayly, quienes en su nudo argumental presentaron esta elección de modo trágico.

“Quizá sería prudente, mientras el Jurado Electoral no se pronuncie al respecto, no plantear la palabra fraude”, dijo horas atrás el Nobel de Literatura que hace años reside en España. Pero si se da un posible escenario adverso a sus posiciones, ¿qué postura tomarán quienes predijeron la peor de las catástrofes para ese supuesto?

En medio de sus profundas contradicciones y urgencias, Perú es un gran espejo que devuelve en su imagen muchas máscaras caídas. Entre ellas las de quienes levantan las banderas de la democracia y la institucionalidad hasta que pierden las elecciones. Las de quienes repiten como latiguillo frases hechas en aras de la libertad, la ética y la transparencia, pero no vacilan en aliarse con quien denostaban por representar lo opuesto cuando sus intereses o privilegios son amenazados.

Dos semanas después de la elección en la que este maestro nacido en 1969 en Puña, un humilde caserío de Cajamarca, resultó el más votado según el cómputo oficial de la Onpe, hay demasiados actores interesados en embarrar una cancha de por sí ya marcada.

Y mientras algunos biógrafos reparan en su origen pobre, sus padres campesinos, su familia de ocho hermanos o su matrimonio con su novia de toda la vida de la que nacieron dos hijos, otros hacen foco en su escasa notoriedad política (salvo aquella huelga docente que lo hizo conocido en 2017) sus “contradictorias” posturas radicales en economía y conservadoras en temas sociales.

Muchos de quienes esconden hoy los antecedentes de Fujimori, ponen contra las cuerdas y exigen definiciones tajantes a Castillo, quien cosechó hace dos semanas el voto de 8.835.579 peruanos. Un Congreso fragmentado y hostil le espera si se confirma su victoria.

“No somos chavistas, no somos comunistas, somos trabajadores. Somos emprendedores y garantizaremos una economía estable, respetando la propiedad y la inversión privada y, por encima de todo, respetando los derechos fundamentales, como el derecho a la educación y a la salud”, dijo esta semana el hombre del sombrero y el lápiz, que encarna al Perú ninguneado desde Lima.

¿Será que el poder real ha encorsetado ya las promesas de Castillo? Quizá haya algo de eso. O tal vez ya aprendió que hablar de nacionalizar recursos estratégicos, devolver a los jubilados los fondos de pensiones, o plantear una reforma de la Constitución nacida poco después del autogolpe con tanques de Fujimori padre, no son temas aconsejables cuando uno está en el umbral pero aún no entró del todo a la Casa de Pizarro.

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2021-06-20T07:00:00.0000000Z

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