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Los votantes no son tontos

RODRIGO LLORET*

Valdimer Orlando Key fue un politólogo estadounidense especializado en el estudio empírico de elecciones. Docente de la Universidad Harvard y de la Universidad Johns Hopkins, se convirtió en uno de los mayores cientistas sociales en la predicción de resultados electorales, al punto de ser conocido como el líder del “movimiento conductual” en estudios políticos.

Key sostenía que los debates entre candidatos pueden lograr gran impacto en la opinión pública pero, salvo algunas excepciones, solo sirven para confirmar conceptos preestablecidos entre los votantes y reforzar el político.

Algo de eso estarán comprobando las principales encuestadoras en estos días cuando se propongan confirmar si el debate realizado esta semana entre los principales candidatos a diputados en la Ciudad de Buenos Aires logró algún impacto electoral.

María Eugenia Vidal y Leandro Santoro polarizaron mutuamente, con acusaciones cruzadas sobre las presidencias de Cristina Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández.

Vidal pareció haber seguido un guión fijado y buscó imponer su agenda. Santoro tuvo una noche más complicada, no en términos argumentativos, sino en la difícil tarea de defender la gestión del oficialismo en pandemia.

Pero ambos hablaron para su propio espacio. Por eso, para los votantes de Juntos por el Cambio, Vidal ganó el debate, y para los militantes del Frente de Todos, el triunfador fue Santoro. Conclusión: ambos evitaron fugas pero no pudieron sumar independientes.

Myriam Bregman parece haber sido más beneficiada. La líder de izquierda supo polemizar con Javier Milei con la clara intención de arrebatar algo de su electorado. En cambio, el libertario estuvo perdido y no pudo conservar la impronta de la versatilidad mediática y potencia argumentativa que supo mostrar en la campaña.

Bregman sacó a relucir la experiencia acumulada en este tipo de discusiones ideológicas y puede haber sumado el voto bronca, o anticasta, que apoyó a Milei. El líder de Avanza Libertad, que se convirtió en la sorpresa de las PASO, demostró que se mueve mejor en un diálogo directo con sus electores y que el debate de ideas en vivo y en directo puede complicar su estrategia electoral.

Es cierto que se trató de un debate interesante y que mostró momentos de alto impacto. Pero lejos estuvo de la atención que logró el primer debate político televisado en Argentina desde el regreso de la democracia.

El 14 de noviembre de 1984, el país se paralizó para ver en dos de los cuatro canales de entonces al canciller radical Dante Caputo y al senador peronista Vicente Saadi debatir, con la mediación de Bernardo Neustadt, sobre el canal de Beagle, en disputa con Chile.

El resultado fue contundente: la falta de solidez de Saadi y la clara preparación de Caputo ayudaron a que el plebiscito ganara por 82% contra 17%.

A nivel mundial, los primeros debates televisivos se dieron en Suecia a fines de los cincuenta. Pero una década más tarde se produjo un hito, cuando el 26 de septiembre de 1960 se transmitió el primer debate presidencial televisado de Estados Unidos entre John Kennedy y Richard Nixon.

El republicano se veía cansado y nervioso. No quiso maquillarse y se lo notó desmejorado. En cambio, al demócrata se lo veía relajado, con un lenguaje corporal convincente y lucía impecable frente a cámara. Más tarde Kennedy ganó la elección con el 56% de los votos, contra el 40% de Nixon.

Lo bueno de los debates es que los candidatos se muestran cómo son y cómo reaccionan ante las críticas. No hay marketing que resista: aparece la esencia.

En su obra póstuma,

Key sostuvo que los electores no responden a estímulos psicológicos generados en un debate televisado, sino a una racionalidad política establecida: “El argumento perverso y poco ortodoxo de este pequeño libro es que los votantes no son tontos”.

La democracia, agradecida.

La semana política estuvo dominada por la amenaza del ministro Aníbal Fernández al humorista Nik. Se ha especulado con que el ya famoso tuit fue un exabrupto, un signo de intolerancia, un error político, un apriete de corte mafioso o una maniobra de distracción para obturar la impotencia de un peronismo que no logra arrancar. Probablemente sea un poco de cada cosa, pero quizás más importante que descubrir las intenciones del ministro, o repasar sus antecedentes, sea situar el episodio en su contexto para sumarlo al análisis político.

Para comenzar, ni el kirchnerismo ni el propio ministro gozan del mejor historial como para presuponer candidez o darse por satisfechos por unas disculpas que no fueron tales. No es la primera vez que el kirchnerismo apela a la represión blanda ante las críticas -es decir a la acusación y la estigmatización desde la cima del poder, pero sin consecuencias físicas-, aunque en este caso parece estar un poco devaluada. Diez o quince años atrás, la intimidación hubiera provenido desde la misma presidencia -desde el “atril asesino” de Néstor o las cadenas nacionales de Cristina-, los fanáticos hubieran rugido, los políticos oficialistas se hubieran sumado gustosos, y los medios afines hubieran destinado semanas a difamar al golpista crítico. El poder se hubiera mostrado unívoco y vigoroso ante la campaña destituyente del antipueblo.

En este caso, en cambio, el poder es tan poco verosímil como las disculpas del ministro o las supuestas intenciones de discutir la política de subsidios en la educación privada. La mera sospecha de que se trata de una jugarreta electoral, los rumores de que el ministro pasará a silencio, las críticas en los medios oficialistas y de algunos (pocos, muy pocos) funcionarios o candidatos oficialistas, ponen al descubierto el sonido a pólvora mojada. Para el cosmos kirchnerista, el episodio parece menos una gesta de la soberanía popular que una maña institucionales, los modales de la democracia, o peor aún, las consecuencias de actos intempestivos que pueden, potencialmente, desatar catástrofes.

Desde el punto de vista democrático y de las garantías constitucionales de la ciudadanía, el hecho es gravísimo. Costaría encontrar un dictador que se hubiera animado a un carpetazo tan públicamente manifiesto. Es mucho más grave que el vacunatorio VIP del ministro González García, que al fin y al cabo fue una picardía --desde ya censurable-- para beneficiar a los amigos, por lo cual fue despedido de inmediato. Y es también más grave que la foto del cumpleaños de Fabiola en Olivos, otro desliz del poderoso internamente entre intentar ampliar su base electoral o volver a “resistir con aguante”, a atrincherarse en la seguridad de una práctica política que en su momento supo brindar alegrías y poder. De esa disyuntiva dependerá una parte del futuro político del país en el corto y el mediano plazo.

Pero la sociedad argentina también debiera preguntarse, una vez más, por qué suele ser más complaciente con las violencias que caen sobre unos pocos que con los deslices que indignan a muchos. De esta segunda disyuntiva dependerá nuestro futuro como nación.

Política / Ideas

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2021-10-17T07:00:00.0000000Z

2021-10-17T07:00:00.0000000Z

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