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Obligado a reinventarse

Hace 38 años, cuando el peronismo acababa de experimentar la primera derrota electoral de su historia a manos de Raúl Alfonsín, un periodista radical, cuya amistad me honra, me preguntó sin malicia, pero sin anestesia: “¿ustedes siguen o desaparecen?”. Lo notable es que ese interrogante acompañó al peronismo aún desde antes de su nacimiento. El 11 de octubre de 1945, seis días antes del 17, el diario Crítica titulaba: “Perón ha dejado de ser un problema para el país”. La misma pregunta surgió luego de los golpes militares de 1955 y de 1976 y se reitera otra vez tras la apabullante derrota del oficialismo en las elecciones de septiembre y ante el consenso creciente sobre el ocaso del “kirchnerismo” como alternativa de gobierno.

A la inversa de esos recurrentes presagios fúnebres, Alain Rouquier, un intelectual francés que conoce bien la Argentina, publicó en 2018 “El siglo de Perón”, un libro singular porque no está dedicado al siglo XX, cuando Perón vivió y murió, sino a este siglo XXI. Para Rouquier, el pensamiento de Perón inspiró muchos fenómenos políticos contemporáneos. Un ejemplo emblemático es el hecho de que varios calificados críticos de Francisco le endilguen al jefe de la Iglesia católica el mote de “Papa peronista”.

El trabajo de Rouquier, aún a su pesar, reivindica la actualidad del pensamiento de Perón y sugiere que, para hacer honor a su legado, no sirve repetir con lenguaje altisonante frases extraídas de contexto, sino emplear sus propias categorías de análisis de la realidad para repensar su mensaje en sintonía con este siglo XXI. Cuando inauguró un curso de adoctrinamiento en 1974, Perón resaltó: ”no pensamos que las doctrinas sean permanentes, porque lo único permanente es la evolución y las doctrinas no son otra cosa que una montura que creamos para cabalgar la evolución”.

Esa “actualización doctrinaria”, que para Perón consiste en un ejercicio constante de adecuación del pensamiento a los hechos, es el desafío que tiene el peronismo de hoy, esté adentro o afuera de sus desdibujadas estructuras partidarias o del Frente de Todos, y que tendrá que responder con su complejo y polifacético tramado de liderazgos locales, poderes territoriales, organizaciones sindicales, movimientos sociales y redes de militantes y cuadros políticos diseminados a lo largo y a lo ancho del país.

Esa exigencia de adecuación a la realidad es tan obvia como ineludible ante los gigantescos cambios de todo tipo, acelerados por la pandemia, registrados por la aparición de una verdadera sociedad mundial, una etapa de la evolución histórica que a principios de la década del 70 Perón ya había profetizado como el inexorable advenimiento del “universalismo”, cuyo sustento material es la Cuarta Revolución Industrial, base de la sociedad del conocimiento.

Este nuevo escenario modifica la naturaleza de la cuestión social y hasta requiere una redefinición del concepto de justicia social, que para Perón es la categoría básica, la brújula para la acción política. La desigualdad en la distribución de la riqueza, las posibilidades de incorporación al mundo del trabajo y la línea divisoria entre la inclusión y la exclusión social están condicionadas por el acceso de los pueblos a los adelantos derivados de ese incesante cambio tecnológico.

El acceso de la Argentina a esa sociedad del conocimiento, cuya concreción implica un salto cualitativo en la formación laboral y profesional de nuestro pueblo, tiene una dimensión revolucionaria comparable a la legislación laboral que signó la transformación social encarnada por el peronismo entre 1945 y 1955. Como entonces, las organizaciones sindicales, y ahora también los movimientos sociales, tienen una función relevante que cumplir en esta tarea de revalorización del trabajo, ur

El Observador

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2021-10-17T07:00:00.0000000Z

2021-10-17T07:00:00.0000000Z

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Editorial Perfil