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El derecho a entender

MóNICA GRAIEWSKI*

Las actividades basadas en la escritura ya iban transitando paulatinamente hacia lo digital, pero la emergencia planteada por el covid potenció la velocidad del cambio.

La lectura en pantalla cambió nuestra manera de leer y de comprender lo que leemos, por lo que el desafío que afrontamos en la era de internet los profesionales es expresar nuestro conocimiento técnico en un lenguaje claro y preciso a la vez, sin exigir a nuestros lectores un gran esfuerzo mental para entender lo que quisimos decir. El lector promedio es hoy una persona que tiene la información a solo un click de distancia, y que espera que los textos que se le presentan sean instruidos, útiles y entendibles a la vez.

Además, los ciudadanos son hoy más conscientes de sus derechos. El es considerado un derecho humano, lo que trae aparejada la correlativa obligación del que se expresa de hacerse entender. Atrás quedaron las épocas en que el ciudadano pensaba que lo complicado del lenguaje revelaba sabiduría en el que escribía, o le daba una jerarquía superior. Actualmente, quien lee un texto confuso tiende a desconfiar de la calidad del conocimiento del autor, o de sus intenciones.

En nuestros días, el foco pasó del autor al lector: no importa lo que yo quiero decir, sino lo que el receptor busca encontrar allí. Si un mensaje no se entiende, la responsabilidad es de quien lo escribió.

Las empresas privadas lo advirtieron muy rápido. No es casualidad que las plataformas de compras y de servicios que tienen páginas web más claras resulten las más confiables y tengan, en consecuencia, mayor éxito y fidelización.

Estudios hechos en EE.UU. demostraron que los pacientes que comprenden su diagnóstico médico expresado de manera llana cumplen mejor su tratamiento, y, por consiguiente, sanan más rápido. De la misma manera, contratos, sentencias y leyes redactadas claramente evitan confusiones, incrementan la tasa de cumplimiento y evitan gran cantidad de conflictos. Y, en todos los casos, la claridad produce un gran ahorro de los recursos temporales, económicos y humanos que se pierden en decodificar lo oscuro.

En el ámbito público, la Ley de Transparencia del Estado y varias leyes de lenguaje claro en distintas jurisdicciones del país favorecen la forma clara de escribir. Los nuevos códigos procesales también incluyen directrices en ese sentido, pero no basta con que esté previsto en la ley si no hay un cambio de mentalidad que acompañe.

El lenguaje administrativo y el lenguaje jurídico parecen, en general, haber arrastrado los vicios del papel a los soportes digitales. Se tratan contenidos altamente novedosos –referidos a técnicas de reproducción humana asistida o inteligencia artificial, por ejemplo– de la misma forma pomposa y artificial de siempre.

La forma de escribir tradicional que en general se identifica con el lenguaje jurídico y administrativo choca con el entendimiento de la gente. Es necesario comprender que el lenguaje jurídico no es lenguaje literario: su función no es entretener sino prevenir y resolver problemas. Es paradójico que entender el mensaje sea un problema en sí mismo.

Si lo que queremos comunicar no se entiende sin dificultad, la comunicación no es eficaz.

Es importante darnos cuenta de que trabajamos para resolver necesidades, no para lucirnos. Un texto que usa un lenguaje natural, párrafos breves y concisos y no repite contenidos facilita la comprensión y no por eso deja de ser erudito: la erudición está en el contenido, no en la forma.

Entender la claridad como requisito de validez de las leyes, dictámenes y sentencias es un requisito indispensable para la consagración del derecho de la ciudadanía a entender.

Como es de público conocimiento, esta semana se produjo un ataque contra el diario Clarín. Más allá del hecho puntual, lo preocupante es el contexto en el que se inscribe y las derivaciones a las que da lugar.

El lunes pasado a la noche nueve personas agredieron una entrada a la redacción de Clarín. Al momento de escribir este artículo, la policía y la Justicia sospechaban de un grupo de anarquistas del barrio, que pasó delante de decenas de cámaras de seguridad, que fue filmado en el momento de tirar ocho bombas molotov desde la vereda de enfrente (interrumpido por los colectivos que pasaban), que dejó huellas dactilares en botellas que no explotaron, y que a las 72 horas ya estaba muy cerca de ser descubierto. Otra hipótesis apuntaba a algún grupo mapuche enojado con Clarín por haber realizado informes periodísticos sobre tomas de tierras en el sur del país.

Ninguna organización se atribuyó el hecho, que por otra parte no produjo daños. Como se advierte, el hecho en sí, aunque condenable, no reviste mayor preocupación para las filas democráticas ni para quien intente encontrar algún sentido social o político a esta acción, al menos con la información con la que disponemos hasta el momento. Pero el hecho cobra magnitud política porque se inscribe en un clima de confrontación extendida contra la prensa, y contra Clarín en particular, desde hace años, por parte del partido gobernante.

En realidad, todas las experiencias de liderazgos o gobiernos populistas desarrollaron, en América Latina y también más allá, estrategias de confrontación bastante radicales con alguna parte de los medios establecidos. En varios países los ataques a los medios se convirtieron en parte de la rutina, con el libreto usual: fractura del campo social identificando lo popular con una superioridad moral, frente a lo elitista y oligárquico, donde están la oposición y los medios. Esto es contrario a lo deseable en una comunidad tolerante, y a los principios normativos enunciación de “discursos de odio”. Ese tema es particularmente sensible porque está, justamente, en tensión con la libertad de expresión: el derecho a la libertad de expresión de alguien puede cercenarse si se considera que está dando un mensaje de odio (u otro tipo de daño) hacia una persona o un grupo. Pero en el derecho internacional los discursos de odio están asociados con la amenaza insultante y/o agresiva a una nación, a una raza, a una etnia o a una religión, y no con la opinión política que puede o no ser crítica de un gobierno o de un partido. No ignoro que el debate académico sobre el tema es más sofisticado, pero confundir los fundamentos el suelo fértil sobre el que pueden caer este tipo de semillas de violencia, que implican siempre una amenaza y una intimidación.

Sería miope negar que los medios son poderosos y que tienen su agenda y sus negocios. Pero a la luz de los resultados a los que nos ha llevado la polarización, es imperioso que la Argentina pueda pensar colectivamente este tema (y ciertamente también otros) desde una perspectiva tolerante y democrática. Ojalá nuestros próximos líderes estén a la altura y nos inviten a ello.

Política / Ideas

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2021-11-28T08:00:00.0000000Z

2021-11-28T08:00:00.0000000Z

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