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La dignidad en los confines de la vida

César Vallejo en su célebre poema ‘Los heraldos negros’ comenzaba y finalizaba diciendo: “Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!”. Que justamente nos hacen repensar nuestros conceptos de la dignidad humana en los momentos más críticos. Allí en donde los límites se desdibujan por la terrible angustia que significa la cercanía de la muerte o un dolor (físico y/o psíquico) insoportables. Todo se desdibuja cuando la vida se deshumaniza y la calidad de vida se torna un derecho humano inalienable para quien está sufriendo.

La dignidad, un concepto fundamental para la ética y para toda reflexión acerca de la vida misma, es una palabra que tiene múltiples acepciones. Si bien el término tiene derivaciones antiguas, que se remiten a tradiciones religiosas y filosóficas, ha sido desde Kant que se la entendió como una característica propia de las personas, en tanto estas son capaces de ponerse de modo autónomo fines a sí mismas, lo que les hace fines en sí mismas y nunca solo medios para un fin.

Es así que “la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional”, dice Kant. Pero en nuestro contexto actual de pluralidad axiológica resulta muchas veces complejo definir a partir de criterios compartidos lo que cada persona entiende por dignidad.

Además, en situaciones en las que esa misma dignidad se ve afectada, como es la cercanía de la muerte, el problema se agrava. Por lo tanto, el concepto de morir con dignidad llega a ser complejo, al punto que se encuentran en él posiciones contrapuestas y el resultado de dicho encuentro, como pueden ser los debates y dudas de los familiares y médicos, puede llevar, por el contrario, a una muerte indigna.

En este punto debe considerarse al concepto de indignidad (en el momento de morir) como la contrapartida de la muerte digna, por lo que podría definirse como el uso desproporcionado de la tecnología disponible para prolongar la agonía de modo irresponsable y sin finalidades claras, la falta de condiciones (acompañamiento personal, disponibilidad técnica, etc.) en el trato del moribundo y, fundamentalmente, la desatención de sus deseos y necesidades en ese momento crucial. En otras palabras, la muerte indigna conlleva estos tratamientos claramente innecesarios, que deshumanizan los momentos finales de la vida de las personas.

A pesar de que en la mayor parte de mi vida estuve muy cercano a los moribundos, en la ardua y pasional tarea de tratar de salvar vidas, uno no siempre tiene el momento justo para ponerse a reflexionar que, con la mejor de las intenciones, un ser humano puede estar causando más daño al querer prolongar una agonía, esperando un milagro.

Muchas veces no tenemos la empatía necesaria para ese sentimiento, que significa “sentir con” o “estar en el lugar del otro”. Creemos hacer el bien, pero logramos justamente el objetivo contrario. Es por eso que ya desde hace un tiempo, un gran bioeticista estadounidense (Daniel Calahan) decía que uno de los fines de la medicina era “velar por una muerte en paz”

Muchas veces nos cuesta permitir morir. O respetar la voluntad de los pacientes, cuando dicha voluntad es fruto de una decisión autónoma meditada y no una mera depresión pasajera.

En ese contexto conocí Alfonso Oliva, persona que me cambiaría la manera de ver ciertos conceptos que a pesar de haberlos estudiado mucho tiempo, no los podía asimilar con mi corazón.

Sociedad

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2022-01-23T08:00:00.0000000Z

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