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Biblioteca deformada

SELVA ALMADA

Tuve todo tipo de bibliotecas: estantes colgados de la pared, mueblecitos, tablones apoyados sobre ladrillos robados de las obras en construcción, de pino, armables, compradas en el Easy. Desde hace casi tres años no tengo. Mis libros están embalados en cajas en un depósito de Parque Patricios.

Poco antes de la pandemia empezamos una remodelación en la casa y tuvimos que mudarnos. Me despedí de mis libros por un tiempo, según los arquitectos: unos cinco meses. Pero en el medio el mundo cambió para siempre. Casi dos años después volvimos a la casa. La que aún no vuelve es la biblioteca.

Los inicios de mi vida de lectora fueron en bibliotecas públicas.

Los libros venían conmigo, se quedaban unos días, una semana a lo sumo, como la virgen que en los pueblos va de visita a las casas. Pero en vez de abrir las puertas para que entraran las vecinas a rezar y traerle flores a la imagen, llevarme un libro “de visita” era justo lo contrario: cerrar la puerta de la habitación, y rendirle un culto propio y privado a ese objeto que por lo general mide 20 × 15 centímetros. De adolescente, cuantas más páginas tuviera, mejor. Las novelas que sacaba de la biblioteca popular Mitre eran gordas como biblias.

(…)

A mis 20, pasar horas en lo de Altman, un librero de la calle Villaguay, en Paraná, tenía tanto sentido como estar toda la noche en un bar con mis amigos. Allí compré a un peso una edición

6 - Cultura / Nota De Tapa

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2023-02-05T08:00:00.0000000Z

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