Kiosco Perfil

Anomias poselectorales

el silencio de la vicepresidenta despierta especulaciones y revela su talento para que siempre se hable de ella. escenificación

EDUARDO FIDANZA*

Finalmente ocurrió la elección legislativa, que tanta angustia anticipatoria generó entre las élites. El escrutinio fue previsible: el Gobierno logró un repunte en la provincia de Buenos Aires, tuvo un desempeño pobre en el interior del país y por eso el peronismo resignó la mayoría en la Cámara de Senadores, que mantenía desde 1983. Lo que resultó imprevisible, aunque es propio de una cultura exótica, fue la situación del día después. Prevaleció la indiferencia popular, pero entre los participantes ocurrió un espejismo: todos consideraron que tenían motivos para celebrar. Fue extraño, no pareció un suceso compatible con un país en situación crítica.

De a poco, el festejo fue transformándose en disimulo y escenificación. Pero con una premisa improbable: vayamos por más, el poder está a nuestro alcance. En realidad, el oficialismo transformó su dura derrota en victoria; la principal oposición ganó, sin alcanzar el brillo ni los votos que esperaba; los libertarios lograron un avance considerable, aunque quedaron por debajo de su afán de hacer una revolución cultural. La izquierda –a la que los medios caracterizaron como el temible trotskismo- tuvo algunos buenos desempeños locales, pero no alcanzó a afianzarse como la tercera fuerza nacional que prometían las primarias.

Una lección de la sociología clásica.

El insaciable deseo de felicidad que exhibe la clase gobernante, a pesar de los resultados, da que pensar. Para que ocurra se precisan dos requisitos: el primero es creerse en condiciones de aspirar siempre a más; el segundo es que no haya ninguna regulación externa de las apetencias. Nuestros dirigentes cumplen ambos: creyendo que han ganado, aun perdiendo, o asimilando la competencia interna a una lucha de curas que quieren llegar a papa, muestran la dilatada e idealizada extensión de sus deseos. Como ese afán no tiene ningún límite a la vista, desechan el terrible deterioro socioeconómico, la carencia objetiva de sus chances y la escasa capacidad de determinación del supremo objeto de su deseo, que es el poder político. Ya obtenerlo (todos gobernaron) les deparó, o les depara, la impopularidad. Pero quieren mantenerlo o volverlo a poseer. Así funcionan las pasiones.

Esta descripción encaja perfectamente en la célebre definición de anomia, de Emile Durkheim. El clásico escribió que cuando el deseo de los individuaos se exalta “la presa más rica que se les ofrece los estimula, los vuelve más exigentes, más impacientes a toda regla, cuando justamente las reglas tradicionales han perdido su autoridad. El estado de irregularidad, o anomia se ve, entonces, reforzado por el hecho de que las pasiones son menos disciplinadas en el momento mismo en que tendrían necesidad de una disciplina más fuerte”. Ese vértigo –lo advierten Durkheim, los observadores lúcidos y el mundo que nos mira azorado– conduce a una situación límite: “En estas condiciones –concluye el francés– solo se está unido a la vida por un hilo muy tenue que puede romperse en cualquier momento”. Es el aire que se respira, la acechanza del estallido. En definitiva, el temido suicidio anómico de la sociedad. Pero acá no termina el drama.

La inelasticidad del sobreviviente. La pérdida de regulaciones de la que hablaba Durkheim remitía a las crisis económicas. Consideraba que el límite que ellas le imponen al consumo lleva a la frustración y el suicidio, cuando los individuos no pueden refrenarlo, aunque hayan caído las normas que lo encauzaban y el dinero que lo permitía. Pero ahora sucede algo inédito, más complejo y dramático: asoma la figura del sobreviviente irreflexivo de la pandemia, el que eludió la muerte, que tal vez le pegó muy cerca. Este individuo desea, ante todo, aprovechar las oportunidades vitales. Razona así: la existencia es efímera, hay de darse los gustos ya, sin reparar en los límites. El sobreviviente es un exaltado, un inconfesable vencedor de los otros, aun de los más próximos, que murieron en la plaga, de la que él salió indemne. Quizá de forma insuperable, Elías Canetti lo describió así: “Ha desviado de él la muerte, sobre los otros. No es que haya evitado el peligro. En medio de sus amigos, encaró a la muerte. Ellos han caído. Él está de pie y triunfa”.

Cuando no se puede o no se quiere renunciar a un consumo, más allá del precio que posea, los economistas hablan de inelasticidad. Como el agua es indispensable se la comprará al precio que fuera. Es la vida o la muerte. Después del covid, sin embargo, muchas más cosas son tan indispensables como el agua: vacaciones en lugares añorados, comida y bebida abundantes, abrazar a los amigos, circular sin prevención alguna como si la pandemia hubiera terminado. Todo con urgencia, porque la vida puede esfumarse. El deseo de gozar se junta con la omnipotencia en el peor momento, diría Durkheim. Cada uno en su escala pagará lo que sea por los bienes y servicios – materiales o sentimentales– que lo hagan disfrutar de la vida, que lo hagan olvidar la muerte.

Es probable que una sociedad que siempre respondió a la anomia con cortoplacismo refuerce esa irracional defensa hasta límites impensados. Así, los fijadores de precios se abusarán de los sobrevivientes irreflexivos, les cobrarán precios exorbitantes que ellos abonarán si poseen una mínima capacidad económica. Sea por un asado en la parrilla del barrio, por un hotel en la costa o por una casa en un country. Como rebotó la economía, este verano habrá billetes devaluados para (casi) todos y todas. Los sobrevivientes gozando de la vida, ya; los políticos luchando por el poder dos años antes. Quién le pondrá límite a tanto apetito no lo sabemos. Aunque intuimos que vendrá de afuera, sea el ajuste, el precio del dólar o una nueva cepa del virus.

El silencio de Cristina. Condenada o sobreseída, el silencio que se ha impuesto la vicepresidenta parece una excepción a la anomia poselectoral. Su mutismo despierta todo tipo de especulaciones y la muestra, aun en decadencia, como la jugadora más talentosa, la que siempre logra que se hable de ella. Un amague para que la oposición y su coro mediático digan lo previsible: doblará la apuesta y nos arrojará al infierno.

Contra ese argumento embotado, terminaremos planteando una hipótesis alternativa del sentido de su acción, basada en la hipocresía de su marido: no mires lo que (no) digo, sino lo que (secretamente) hago. Seguramente, aprobar al FMI y después vamos viendo. Porque, al fin de cuentas, sobrevivir, atando con alambre, es lo nuestro, antes y después de la pandemia. Ella lo sabe y lo usufructúa, como el resto de sus pares.

*Analista político. Director de Poliarquía consultores.

POLÍTICA

es-ar

2021-11-28T08:00:00.0000000Z

2021-11-28T08:00:00.0000000Z

https://kioscoperfil.pressreader.com/article/281835761974227

Editorial Perfil