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Para los navegantes

RUBÉN H. RÍOS

Dice T. S. Eliot en Las tres voces de la poesía (1953) que el monólogo dramático le permite enmascararse en un personaje que influye sobre él, sobre la primera voz que habla consigo misma o con nadie, hasta mimetizarse con ella. Si ese fuera el caso de la poética de Rita Kratsman, exquisita poeta y traductora de poesía italiana, el personaje que le sirve de máscara se desdobla, a su vez, en otra máscara que se enmascara con la primera. De suerte que la primera voz ya no dialoga consigo misma (ni con nadie) sino con su propio enmascaramiento, apenas una segunda persona del singular cuya voz rompe el silencio solo para confundirse con esa otra que le da vida. En términos clásicos, se trata de un heterónimo, salvo que aquí es más bien un fantasma que encarna en la palabra de Kratsman, hasta borrar la identidad de quien habla o hace silencio. Por eso la obra se arma como un relato a varias voces, una de las cuales simula a las demás.

En todo caso, el hilo del laberinto tejido por la autora tiene un nudo: Automotores Orletti, el centro clandestino de tortura y exterminio que funcionó en Buenos Aires entre mayo y noviembre de 1976. Las voces de Faro meridional (es decir, al sur) recuerdan, como al pasar, ese sitio terrible y sombrío, como la punta de un iceberg que se hunde en lo profundo de la memoria. De ningún modo, claro está, el horror que supone logra explicar la poesía de Kratsman. El asunto es decididamente otro. Acaso el olvido, la soledad, el desarraigo, la opresión, el silencio, la voluntad de vivir, el mismo poema. Posiblemente también, un duelo, en los dos sentidos de la palabra, como dolor y desafío. Porque, en realidad, lo uno y lo otro libran un combate frontal a lo largo del libro, una puja de la que se alimentan y de la cual sacan fuerza de flaqueza, algo así como una lucidez trágica y celebratoria de estar en el mundo.

De ahí, en fin, la sensualidad que se prodiga en los poemas de Kratsman (y de Amanda Valverde, su “heterónimo”). Ante todo, la pasión por los elementos, el ritmo, las imágenes, las modulaciones, el tacto, las nubes, la lluvia, los reflejos, los pájaros, los aromas, el ritornello del mar. Este último, de una u otra manera, aspira a convertirse en un símbolo desproporcionado, en la fuente de la vida y de la muerte, en el cuerpo de las horas que se diluyen y renacen, en el espejo del cielo y la noche, en una inmensidad abierta y llena de secretos terrenales, en el descanso de los caminantes, en el oleaje de la historia que sin cesar da contra el faro. Como sea, la luz que arroja Kratsman desde él para orientar a los navegantes nocturnos ilumina también su propio desafío, el de no enmudecer ante el dolor. Lo expresa al final de la obra una de sus máscaras: “Hasta donde la miseria llegó, el dolor nos gobierna, pero no negamos como Magritte: Ceci n’est pas une pomme; elevamos la rabia hasta el nivel de un poema, si es que acaso se pueda narrar el poema”. ■

El hilo del laberinto tejido por la autora tiene un nudo: Automotores Orletti, el centro clandestino de tortura y exterminio que funcionó en Buenos Aires en 1976

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2021-11-28T08:00:00.0000000Z

2021-11-28T08:00:00.0000000Z

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