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Alguien se va, alguien vuelve

JUAN GONZáLEZ DEL SOLAR

Martín toca la guitarra con la precisión de un tren alemán y con la dulzura de quien acaricia un pájaro. En ese encuentro entre la suavidad y el tempo justo se despliega también su escritura, que no olvida ni la mecánica ni la sensibilidad, dos medios perfectos para esconder la rabia y la decepción.

Oslo es, como todo significante, una miríada de posibilidades, y es desde esa clave que se debe leer el título y, por extensión, la novela entera, anticipada en forma brillante en la imagen de tapa: la avenida, una palmera, la noche, la luz artificial, Parque Chas, la incertidumbre y el absurdo.

Caamaño vuelve, como en su primera novela, Pálido reflejo, a recuperar a un padre, pero esta vez lo hace al revés, desde la mirada del progenitor, y esta inversión golpea directo porque parte de la derrota: el hijo puede buscar, puede reclamar, puede reconstruirse a partir del dolor y las cenizas, o lo que sea; pero no el padre, al padre –al menos a este y, tal vez, al de esta época– solo le toca callar y cuidar cuanto pueda sin más esperanzas que evitar que algo más se rompa: en definitiva, el espejo tiene una sola puerta de entrada. “Oso cree que eso que se abandona, que se olvida, muere para siempre. Pero no, no funciona así. De lo olvidado, de lo abandonado, siempre queda un resto. Y ese resto solo se pudre, no desaparece”.

La trama, no obstante, descansa en mucho más que en una novela de olvidos y ocultamientos; la cuestión es más grave. Muy lentamente, de manera ligera y vertiginosa –gracias a un excelente trabajo de la estructura y del tiempo narrativo–, se irá descubriendo el verdadero y angustiante drama: que el dolor se hace insanable porque se mira desde fuera, que incluso a quien se dirige el relato –porque siempre hay alguien a quien necesitamos contarle– es la copia malograda de un hijo; y que la verdad, en cambio, solo puede abordarse desde la muerte y por medios digitales. Dirá en algún pasaje que “toda historia comienza con alguien que se va o con alguien que vuelve”, pero esto tal vez deba leerse como una pista falsa: reaparecer no es volver, es a veces la prueba de lo opuesto.

Al contrario de como suele ocurrir –o, al menos, de como nos gusta esperar–, leer la novela en sentido inverso no sana sino que profundiza la herida. Todo cierra, todo tiene sentido, todo se engarza, la escritura tiene momentos preciosos y no hay lector que quede afuera: otra vez, la guitarra clara y precisa “trata de recuperar al menos un clima, una atmósfera”, y lo logra sin estridencias, golpes bajos o pérdidas de tiempo. Pero en esta aparente serenidad se esconde una historia que quisiéramos que continúe para poder decirles a los protagonistas, como los niños en el teatro, dónde está la trampa, dónde está el truco, cuál es la verdad, porque si no se hace imposible, si no se da vuelta la historia termina por repetirse. Por favor no, pero qué se puede hacer; llorar en soledad es también, muchas veces, un llanto falso, o al menos improductivo, incluso onanista. ■

La trama descansa en mucho más que en una novela de olvidos y ocultamientos; la cuestión es más grave. Muy lentamente se irá descubriendo el verdadero drama

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2021-11-28T08:00:00.0000000Z

2021-11-28T08:00:00.0000000Z

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