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Ese ardor devastador

Con una pasión cuasi maníaca y toda la potencia de la plenitud de su oficio, el más reciente libro del estadounidense Paul Auster explora la vida y obra de Stephen Crane, un autor singular dentro del panorama americano; es así que, a través de la historia

GABRIEL BELLOMO

Stephen Crane, a su modo irreverente, escribió con la misma insolencia con que consumió sus años: bajo el efecto devastador de una pasión creativa que bien pueden recrear dos mitos: el de Ícaro, en aquel vuelo ígneo que derritió las alas unidas con cera por su padre pereciendo en el mar; el de Sísifo, en ese infernal ascenso y descenso llevando a pulso la roca por la eternidad y, según Albert Camus, lo haría dichoso. Sugestiva la frase que abre esta monumental obra de Paul Auster: “Nacido el día de los difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo XX”. La obstinación del “5” podría no significar nada. O demasiado: el hombre de Leonardo Da Vinci como arquetipo de ese dígito con los brazos abiertos buscando libertad y las piernas afirmadas en la tierra apelando a sus raíces; la menos comprobable alusión del Tarot que entre lo divino y lo humano apela a ese mismo número para aludir al desafío y a la impaciencia. Como sea, la obra de Stephen Crane es de una dimensión que, más de cien años después, sigue siendo sobrecogedora. La labor de Paul Auster no lo es menos, y más de uno nos preguntaremos por qué un escritor a los más de 70 años dedicaría tres, de los que presumiblemente le quedan, para llevar a cabo una tarea escrupulosa, obsesiva, demencial, y hacerlo con encarnizamiento, solo por haber preguntado a su hija Sofía, de 30 años, si en el instituto se seguía leyendo a este autor del siglo antepasado: ¿inspirado por la respuesta negativa? Hablamos de un escritor preciado sí, pero perdido en el proceloso océano de la literatura. Debió haber algo más en Auster que lo llevara a esta hazaña tras aquella inocente pregunta a su hija. Acaso se haya propuesto librar una batalla contra sí mismo y su escritura, negándola al punto de invisibilizarla en la atención de cada detalle de la escritura de Crane: transcribiendo sus cartas, sus artículos, sus cuentos y poemas, haciendo de albacea, de biógrafo que, con envidiable economía y ajustadas y necesarias intervenciones, se camufla para lotemplar grar lo que persigue: hacer que el lector participe de las particularidades de esa criatura marginal y marginada, amante de prostitutas, feroz crítico del desigual sistema que perdura aún en su país, pobre de toda pobreza durante la mayor parte de su corta vida, ignorado por muchos, urgido por asumir retos y riesgos como cronista de guerra y creador de una ficción que despertó el elogio y la admiración de escritores de la talla de Henry James y Joseph Conrad. En su tarea como corresponsal, Crane evoca en más de un sentido a su compatriota, periodista y eximio escritor Ambrose Bierce. Tal vez porque ambos, al contrario de Carl von Clausewitz, no vieran en la política la continuación de la guerra por otros medios, sino porque invirtieran esos términos considerando que una guerra era el anuncio de la siguiente y la política, un pálido interludio. El imprevisto encuentro con la muerte agobiaba a Crane. Lo intimaba más que la miseria material, que su precaria salud. “Moriría deshecho por la tuberculosis”, en palabras de Auster, quien apunta aquello que Crane no haría: “Conducir un automóvil o conella… un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio”. Un escritor del siglo XIX que marcó un nuevo rumbo para la literatura del siguiente. Basta ese breve poema en el que un hombre sorprende a otro en el desierto devorando de rodillas su propio corazón, que sabía “amargo, amargo”. Crane insurgente, mendigo entre mendigos, alguien que hubiera suscrito aquella invectiva que en su hora el militante Eugene Debs transformaría en proclama durante la huelga Pullman en Chicago: “Mientras haya una clase inferior, yo pertenezco a mientras alguien permanezca en la cárcel, no soy libre”.

II

Lo bautizaron como Stephen por dos de sus antepasados. Uno de ellos, padre fundador del asentamiento inglés que, más tarde, sería Nueva Jersey. La casa familiar de los Crane, en Asbury Park, es hoy sede de la Sociedad Histórica de esa ciudad. Y todo en la vida de Crane –comenta Auster– sucede o parece suceder en esa ciudad veraniega en la que, a sus 8 años, el pequeño Stevie, tal como lo llamaban, escribiría sus primeros poemas. Por esa misma época se asomaba en la precoz criatura una afición a los cigarrillos que jamás abandonaría, y una inusual habilidad para jugar póquer, que lo convertiría en el astuto contrincante de cualquier adulto. Y estas cualidades lo llevarían a ser un segregado, toda vez que Asbury Park “no solo era un lugar de vacaciones, sino un bastión de la Iglesia Metodista americana”. Las dos terceras partes de sus libros –quizá lo mejor de la producción de Crane– fueron concebidas entre 1891 y 1896. Cinco años en los que aparecieron Maggie: una chica de la calle; La madre de George; el mítico La roja insignia del valor; La tercera violeta; Los relatos y esbozos del condado de Sullivan; El pequeño regimiento, ese sorprendente tríptico que conforma Relatos de niños. Parte de una larga lista de creaciones nacidas de la febril y, en apariencia, inagotable imaginación de Crane, quien los dio trabajosamente y con dispar suerte a la imprenta entre los 20 y los 25 años. Más alcohólico y agónico que nunca, los cuatro años siguientes siguió escribiendo incansablemente. Stephen Crane era una suerte de penitente que buscaba el silicio que acicateara su genio. En las postrimerías de una guerra civil sangrienta como pocas, terminó siendo un hundido más que trataba de sustentarse con limosnas. En ese tiempo tumultuoso, la desesperación lo llevó a experimentar todo. Desde la indigencia, que lo sumaría como otro anónimo en la humillación de los comederos de Nueva York, hasta el efímero reconocimiento y exaltación de sociedades literarias de la época que, tras homenajearlo, lo desconocían. No merecía esas penurias pero las provocaba, presentándose borracho a las reuniones a las que era convocado como el prominente artista que era. Todos lo rechazaban entonces y luego muchos iban hacia él para salvar sus agónicas publicaciones periódicas, encargando a Crane colaboraciones por las que cobraría lo suficiente para una barra de pan. Ni sus amores fallidos ni el exilio salvarían a Crane de la bancarrota física y moral por la que se deslizaba. Fue Cora Crane, Cora Ethel Eaton Howarth, dueña de un club nocturno y burdel, escritora y periodista –el gran amor del escritor–, quien lo acompañaría desde 1896 hasta su muerte.

III

Como poco antes Chejov, Crane buscó inútilmente en Badenweiler, a los pies de las primeras estribaciones de la Selva Negra alemana, la cura a su enfermedad. Algo del orden de lo inminente, se lee en la carta a su hermano William, de enero de 1899: un estertor. La tumba de Crane en Evergreen, la sencilla inscripción: “Stephen CraneAuthor-1871-1900”, y la tosca piedra de la lápida, custodian el fuego eterno de su literatura.

ENSAYO

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2022-01-23T08:00:00.0000000Z

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