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Desembalo mi biblioteca

1998, junto con la tesis de Schmitt, no en vano expuesta en clave teológico-política. De la misma manera, la relación y el debate entre Benjamin y Schmitt, como la de este con el jurista kantiano Hans Kelsen, han generado innumerables interpretaciones, ponencias, tesinas, artículos y papers (de derecha y de izquierda) que están muy lejos de llegar a su fin. La discusión sobre el estado de excepción supone uno de los esenciales aportes del pensamiento benjaminiano a la filosofía política y del derecho contemporáneas y demuestra, entre otras cosas, su actualidad.

La selección de textos que componen El coleccionismo, en ese sentido, presenta una muestra de la gran contribución de Benjamin a la crítica cultural. El más famoso de estos ensayos, en una nueva traducción, es Eduard Fuchs, coleccionista e historiador. Fuchs, en realidad, era un escritor marxista, activista político y editor del periódico socialista Vorwärts, de quien Benjamin se hizo amigo durante su exilio en París. La Colección Fuchs –confiscada por los nazis– poseía miles de obras de arte, muebles, objetos de Asia oriental, carteles y caricaturas. Como los otros escritos que componen la edición de Godot, forma parte de la tarea benjaminiana de “redención de los objetos”, tanto de esas “chucherías protoauténticas” (cosas sin importancia, baratijas, aunque no aparentes), al decir de Adorno, como de las más variadas cosas susceptibles de coleccionarse (libros, muñecas, caracoles), es decir, liberadas de su utilidad como mercancías y ascendidas a alegorías en un círculo mágico. Claro está, una apología del coleccionista en el que Benjamin se refleja a sí mismo en contraste con la cosificación de la era industrial.

Estoy desembalando mi biblioteca. Así es. No está colocada aún en la estantería, no está cubierta aún por el tedio silencioso del orden. Tampoco puedo ir paseándome por sus estantes y pasar revista a cada libro mientras estoy en compañía de un grato auditorio. No teman, pues nada de eso los espera. Les tengo que pedir que se trasladen conmigo mentalmente al desorden de cajas entreabiertas, a las partículas de madera flotando en el aire, al piso cubierto de trozos de papel, a las pilas de volúmenes, que vuelven a ver la luz del día luego de dos años de oscuridad, con el fin de compartir desde un comienzo algo de la sensación –para nada elegíaca, sino más bien expectante– que despiertan los libros en un verdadero coleccionista. Pues es uno de ellos quien les habla y, a grandes rasgos, solo lo hace de sí mismo. ¿No sería un tanto pedante de mi parte detallarles las obras o secciones principales de una biblioteca, o la historia de su origen, o incluso su utilidad para el escritor, aduciendo una supuesta objetividad y ecuanimidad? Como sea, con las siguientes palabras pretendo llegar a algo más evidente, más palpable… me interesa darles un pantallazo sobre la relación entre un coleccionista y sus objetos, permitirles husmear en la actividad de coleccionar antes que en una colección. Resulta totalmente arbitrario el hecho de que lo haga valiéndome de una observación sobre las diferentes formas de adquirir libros. Esta disposición o cualquier otra es tan solo un dique de contención para la marea viva de recuerdos que arremete contra cualquier coleccionista que se ocupe de lo suyo. Porque cualquier pasión linda con el caos, pero la de coleccionar lo hace con el caos de los recuerdos. Es más: el azar, el destino, que colorean lo sucedido frente a mis ojos, se vuelven al mismo tiempo ilustrativos en el caos habitual de estos libros. Pues ¿qué es esta forma de propiedad sino un desorden en el que el hábito y se asentó tanto que hasta aparenta ser orden? Ya han escuchado de personas que enfermaron por haber perdido sus libros, de otras que se convirtieron en delincuentes por haberlos adquirido. Justamente en estos ámbitos, cualquier tipo de orden no es más que un estado provisorio flotando sobre el abismo. “Lo único que se sabe con exactitud es el año de publicación y el formato de los libros”, dijo Anatole France. En efecto, si hay una contraparte a la falta de sistematicidad de una biblioteca es la sistematicidad que rige su catálogo.

De esa manera, la existencia del coleccionista está en tensión dialéctica entre el polo del desorden y el del orden.

Claro que también está ligada a muchas cosas más. A un vínculo muy misterioso con la propiedad, sobre lo que luego se dirán algunas palabras. También está ligada a un vínculo con las cosas que no pone en primer plano su funcionalidad, es decir, su provecho, su utilidad, sino que las coloca en el centro de la escena, en el teatro de su destino, para estudiarlas y adorarlas. Ese es el hechizo más profundo del coleccionista: encerrar algo único dentro de un círculo mágico, en el que queda fijado mientras lo recorre el último escalofrío, el escalofrío de ser adquirido. Todo lo recordado, lo pensado, lo consciente se convierte en pedestal, en marco, en podio, en candado de su patrimonio. Época, región, oficio, antiguos propietarios: todo eso confluye en cada una de sus propiedades conformando una enciclopedia mágica, cuya esencia para el verdadero coleccionista es el destino del objeto. Entonces aquí, en este estrecho campo, se puede conjeturar que los grandes fisonomistas –y los coleccionistas son los fisonomistas del mundo de las cosas– se convierten en adivinos. Basta con observar a un coleccionista manipulando los objetos de su vitrina. En cuanto los sostiene en sus manos, parece surgir una especie de inspiración en él, parece ver más allá de ellos, divisar su lejanía. Hasta aquí, el costado mágico del coleccionista, su figura de anciano. Habent sua fata libelli es una frase que quizá se pensó de manera general para hablar de libros. Los libros, es decir, La divina comedia o la Ética de Spinoza o El origen de las especies tienen sus destinos. Pero el coleccionista interpreta esta frase latina de forma diferente. Para él, no son tanto los libros los que tienen sus destinos, sino los ejemplares. Y, según el coleccionista, el destino más importante de todo ejemplar es toparse con él mismo, con su propia colección. No exagero: para un verdadero coleccionista, adquirir un libro viejo es hacerlo renacer. Y justamente ahí reside lo infantil, que en un coleccionista está atravesado por lo anciano. Porque los niños disponen de la renovación de la existencia como si fuera una destreza de múltiples facetas que nunca les falta. Para los niños, la actividad de coleccionar es tan solo un procedimiento de renovación; otro es pintar los objetos; otro es recortarlos; otro despegar cosas y toda la escala de formas de apropiación infantil que va desde tocar hasta nombrar. Renovar el viejo mundo: esa es la pulsión más arraigada en el deseo del coleccionista, adquirir algo nuevo; y por eso, el coleccionista de libros antiguos se encuentra más cerca de la causa originaria de la actividad de coleccionar que el interesado en las reimpresiones bibliófilas. Ahora, brevemente, unas palabras sobre la historia de la adquisición de libros, acerca de cómo llegan a cruzar el umbral de una colección, de cómo se convierten en propiedad de un coleccionista.

CULTURA

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2022-05-15T07:00:00.0000000Z

2022-05-15T07:00:00.0000000Z

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