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Mi biblioteca de hoy y la Lisboa del mañana

lo que a veces, cuando miro estas hileras atestadas, me genera ráfagas de agobio, es sentirme un poco más lejos de todo eso, es reconocer que en mi biblioteca hay ahora también mucho material ligado a los trabajos y a los deberes. Se me pasa rápido. Sucede con los grandes amores. Me gusta también que en mi biblioteca convivan esas fuerzas complementarias, contradictorias: la del gasto, la del derroche, la del libro comprado por el puro gusto, con la del libro asociado a la disciplina, a la supervivencia material, a las demandas del mundo. Porque además no es cierto que esas fuerzas están tan organizadas según una cronología lineal, como acabo de decir: es más bien cíclicamente que convivo con ellas, que lidio con ellas. En ese sentido, mis libros son también mis maestros, y lo digo aunque se me derritan las uñas sobre el teclado por escribir un sintagma tan pomposo. difícil la vida con un segundo bebé. Urgía un cambio.

Gracias a mis dos libros sobre esta ciudad –el de sus pasajes, que entonces todavía estaba escribiendo, y el de sus vagabundos de la chatarra, quienes por cierto a menudo viven en pasajes, que acababa de publicar–, había descubierto el barrio de Poblenou y había caminado muchísimo por su topografía triangular, encerrada entre la calle Marina, la avenida Diagonal y el mar Mediterráneo. Una trama periférica e industrial como la del Mataró de mi infancia, con doble personalidad, una clásica y la otra viral: cerca de la playa recordaba una red de pescadores y, en las inmediaciones de la Torre Glòries, una nebulosa de internet. De modo que el día en que visitamos este piso, ubicado frente a un concesionario de coches y un almacén de chatarreros clandestinos, en el centro de una línea imaginaria que uniría la librería Nollegiu con la biblioteca del Clot, muy cerca de una sede de Amazon, empecé a sentirme como en casa.

Decidimos que los niños se quedaran con la habitación más grande, la que habría acogido dos escritorios rodeados de libros en nuestra vida anterior. Mi esposa instaló su ordenador de mesa en el estudio. Yo entendí enseguida que, en el nuevo reparto del espacio, me correspondería trabajar con mi portátil en la mesa del salón, cuando no lo hiciera en cafés o en la universidad.

El plan de clasificar mi biblioteca según las categorías de amigos, conocidos y futuros, según el grado de intimidad con cada uno de sus volúmenes, nunca pasó de ser un deseo sin cuerpo, unas líneas escritas en un ensayo. En cuanto forramos de estanterías Billy las paredes del estudio, el pasillo y el comedor, se impuso otra lógica, como si cada arquitectura y cada etapa de una vida llevaran implícitas su propio orden libresco.

CULTURA

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2023-02-05T08:00:00.0000000Z

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