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machine learning) envía poemas y cuentos escritos con GPT-3 al Mundial de Escritura, que se hace tres veces al año. Mislej, que también es profesor en la Universidad de San Andrés y en la Universidad de Buenos Aires, afirma que “las máquinas que hacen arte” son la razón por la cual estudió computación. Ubica el inicio de este movimiento en la corriente de “arte algorítmico” de principios de la década del sesenta, cuando un plotter controlado por una computadora imprimía obras. El papel del artista entonces consistía en programar las acciones que haría la impresora.

Hoy, Mislej toma las consignas del Mundial de Escritura y le escribe a GPT-3 solo una “semilla generadora”. “La consigna del año pasado consistía en ‘cosas que se hacen en la cama’. Me fui a una idea visual de un poema que había escrito hace un montón que decía ‘el hombre que dormía en una cama de libros’”, cuenta a Crisis. “La puse en la generadora de textos, y me generó la figura del expediente judicial. El bicho se dio cuenta, vaya uno a saber cómo, que los expedientes judiciales ‘se duermen’”. El cuento resultante narra la historia de un padre que pide justicia por su hijo, con flashbacks que cimientan la relación entre ambos.

¿Cuál fue el trabajo de Mislej? “El bicho generó cien párrafos, y yo como artista seleccioné los que me servían para la idea, que fui terminando de construir en diálogo con el bicho. Yo, un humano, edité su cuento. Partí de una semilla flexible y subjetiva, que generaba una apertura muy grande, y yo tenía que estar ahí en sintonía, escuchando lo que decía la máquina y girar, volantear y ser abierto como para darle cabida a lo que me proponía”. Mislej, que llama a estos bots “bichos” o “pibes”, dice que está “fascinado” por la “creatividad” de la herramienta: “Soy una especie de padre que pega el dibujo de sus pibes en la heladera. Como sé lo complejo y sofisticado que es construir esas piezas, mi recorrido está completamente guiado por el asombro”.

No es el único asombrado. Ni siquiera los desarrolladores de IA comprenden cómo funcionan y por qué dan los resultados que dan. Las capas y capas de redes neuronales hacen que sus procesos internos sean inescrutables: las IA no podrían explicar sus propias decisiones. Son, como la mente humana, cajas negras.

Pablo Weber es un cineasta cordobés cuyos tres cortometrajes bastaron para ponerlo en la mira de la crítica nacional. En los últimos dos años, sus películas fueron programadas y premiadas en festivales de Estados Unidos, China, España, Austria, Chile y Rusia. La autoría en sus películas es problemática: él

pintura con Midjourney, lo que encendió una polémica que persiste: hay quienes dicen que estas herramientas son solo una forma muy sofisticada de plagiar.

En opinión de Rud, “uno sabe que lo va a compartir como algo propio y que la calidad y el resultado es tan increíble que va a producir en los demás cierta admiración no merecida”. Y agrega que el nivel de control que los artistas mantenían sobre los procedimientos artísticos comenzó a diluirse.

Pablo Riera es doctor en física, programador, músico y parte del Laboratorio de IA Aplicada del Conicet. En la edición 2017 del Festival de Cine Científico del Mercosur, musicalizó documentales científicos de entre 1912 y 1914 con un sistema de IA de improvisación algorítmica basado en redes neuronales profundas. “Había un ensamble de músicos automáticos: una batería, un bajo, un sintetizador… Éramos cuatro músicos: tres artificiales y uno humano”, cuenta a Crisis.

Como a Rud, a Riera también lo preocupa la autoría de las obras IA, pero en el otro extremo de la discusión: “Hay artistas que están en contra de las organizaciones como OpenAI, [porque] se están aprovechando de todo lo que hicieron otros artistas, sin acuerdo y de una forma muy abusiva. Empresas que tienen muchos recursos y guita se bajan absolutamente todas las imágenes artísticas de Internet, todas las fotos, entonces monopolizan”, afirma. Es decir, estos modelos utilizan, sin consentimiento, obras de artistas y aprenden a imitarlos. “El algoritmo nos está explotando”.

VOCES SOLO VOCES

El doblaje, es decir, el reemplazo de los diálogos de las películas o series por otros grabados en un idioma diferente, es un arte casi tan viejo como el cine sonoro. En Latinoamérica, se hace principalmente en México, pero también hay estudios de grabación en Argentina, Chile y Venezuela: zonas francas donde se habla ese idioma inventado para los productos audiovisuales del continente, el “español neutro”.

Pero la IA ya puede doblar películas prescindiendo totalmente de actores. Hay varias empresas que ofrecen el servicio. Algunas como la londinense Flawless, incluso, usan tecnología deep fake para modificar el movimiento de los labios de los actores y que coincidan con los parlamentos traducidos. Pero DeepDub, de Tel Aviv, es pionera. Fueron los primeros en usar la tecnología en un largometraje completo: “Every Time I Die” (ETID), thriller estadounidense de 2019. Si bien su adopción es incipiente por parte de la industria, su bajo costo comparativo (se prescinde de veinte actores en promedio para doblar un filme) hace sospechar que los actores de doblaje podrían convertirse pronto en una reliquia del pasado. En

productos mantienen el carácter onírico y ominoso de una “sensibilidad” brumosa no humana, ubicada en lo profundo del valle inquietante, que ya se adivinaba en “El retrato de Edmond de Belamy” de 2018.

¿Podría, entonces, una IA reemplazar a los artistas? Para Weber, “estas herramientas hacen miles y millones de correlaciones en tiempos inhumanos, ridículos, [pero] el arte no está hecho solo de correlaciones. Hay eventos: pequeñas o inmensas rupturas que van más allá de la correlación de datos”. Riera coincide en que, dado que los sistemas automáticos son

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