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Sarmiento y su itinerario racista

que. Más aún: desabrimiento

por todo lo que suene a “mala sangre” que —por sentido contrario— reenvía a la “buena sangre” de que se hace empecinada exhibición en “Recuerdos de provincia”. mediante su

Como si gran parte de lo decisivo en Sarmiento pasara por el no querer ser tomado

por descendiente de indios o mestizo, por el intenso deseo de no ser visto como mulato o por la afanosa necesidad de ser considerado un “caballero de vieja hidalguía”. Y, en su raíz, por la urgencia de tapar o eliminar todos los signos que, en la realidad, remitan a ese núcleo vivido como minusvalía e inquietud.

Su árbol genealógico, de gesto ascensional, más que plegaria, resultaba coraza y anatomía. Entendámonos. Para Sarmiento y la totalidad de esa “república de conciencias” que vivía con un ojo puesto en Europa y otro sobre sí mismo; preocupada por la mirada europea y desasosegándose por cómo la metrópoli la evaluaba para admitirla o rechazarla a partir de esa óptica. Dicho de otra manera: la república de la genteel tradition, que vivía enajenada a una “cultura de imagen”. Una Argentina no de indios ni de negros, sino blanca, pulcra y europea. Un país reciente pero respetable, definido no por su base concreta y por su contexto latinoamericano, sino empecinado y sistemáticamente “despegado” de todo eso en función compensatoria. De la “carne” al “espíritu”. De la desmaterialización a partir del cielo consagratorio de Europa. De las “esposas de mi tierra” a las “amantes de París”, como enunciaba el poeta paradigmático de la América Latina positivista.

Por eso es que, en este orden de cosas, Sarmiento, en la franja sociológica, no se define jamás como particularidad; y en el andarivel personal frente a sí mismo, se presiente pura individualidad en el centro mismo de los imperativos de la generalidad humana. A los indios (y a los gauchos) grupalmente los considera una particularidad sociológica que en ningún caso porta la totalidad humana; y en el nivel individual, un indio solo se limita a actualizar su grupo fuera de toda particularidad

personal. De donde se sigue que esa entonación se endurezca y prolifere como continuidad entre los libros del 1845 y de 1983: cuando Sarmiento, con desenvoltura, hable de las prisiones, de los caciques pampa en ese campo de concentración que era

la isla Martín García. Nexo que se prolonga, a su vez, al hacer referencias a la conquista de la Patagonia por Roca como etapa superior de la clásica conquista española, o a las “ejemplares acciones” represivas contemporáneas contra los indios en Estados Unidos. Y, va de suyo, en la intertextualidad de citas —ya sean de Mansilla o de Zeballos— que se comprueba como un ineludible tejido ideológico. O al insistir en su ataque al nomadismo entendido como “movilidad incontrolada” (cuando, de manera destacada, y de ida, en el “Facundo” denunciaba el inmovilismo y exaltaba, de vuelta, la importancia de los “rápidos flujos y corrientes del capital”).

E, incluso, al aludir al “punto de vista del indio” que se siente despojado; o para advertir, como en el “Martín Fierro”, el papel de las mujeres indias, verdaderas sometidas del hombre sometido. Reflexión que, por cierto, no se amplía respecto del sometimiento de las damas victorianas de la Argentina oficial que rodeaban a Sarmiento y a los gentlemen. Correlativamente, el indio aislado es percibido cada vez más por Sarmiento como la síntesis de lo que caracteriza a su grupo y de lo que, a su vez, lo limita. A cada uno de ellos solo le concede lo que va configurando un estereotipo, dado que cada indio es pura generalización individual de una particularidad social: indios “ladrones”/indio ladrón; indios “sucios”/indio mugriento.

Y esa generalización se actualiza en un individuo que no se distingue del conjunto de su grupo nada más que por su autonomía corporal. Por eso, cuando Sarmiento dice el indio está designando de manera peyorativa al grupo por su forma singular generalizada en cada individuo. Así es como para recuperar el eje de su teoría principal — que si en 1845 o en 1862 se encarnizaba con las “barbaridades” de los caudillos riojanos, en 1883 se crispa con las “indiadas” del caudillo uruguayo—. De Facundo al Chacho y de allí a Artigas: todos portadores de una herencia que solo se inmuta para corromperse cada vez más. Y, finalmente, para trazar sobre su propia biografía el pasaje desde una escena primordial (en 1828 y frente a la primera visión del bárbaro) al proyecto originario formulado articuladamente en 1845.

Escena y proyecto que, en 1883, aparecen superpuestos. Como sistematización,

testimonial y categórica, de una obsesión fundamental. Y mediatamente, del proceso histórico de su clase. Que se visualiza, con precisión, en el deslizamiento y remplazo emblemático desde el “y” conciliatorio y copulativo del primer subtítulo enunciado como civilización y barbarie a la realización disyuntiva verificada en la “o”. Para usar palabras menos suntuosas: en el tránsito del país romántico al estado impuesto por

el peculiar porfiriato del general Roca. A través de la implacable épica que va de los espacios “vacíos” a los “llenos” del latifundio liberal.

Publicado orginalmente en Plural, México, en 1981, y republicado en 2023 en “Trastornos en la sobremesa literaria: Textos críticos dispersos”, del Fondo de Cultura Económica.

Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!” ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo, como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares, las almas generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad

Publicado originalmente en 1845 por la Imprenta Barbarie” sigue resumiendo de tantas maneras la d el “padre del aula” sonríe pícaro desde los cuadro controvertida pero bien diseñada. Se lo puede ama de haberlo leído. Aquí les compartimos la introdu

mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.

Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.

La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores ha llamado preferentemente la atención de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en que remolinean elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no sin perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto, al echar una mirada precipitada sobre el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por más avisados se tienen, han dicho: “Es un volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la América: pronto se extinguirá”; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de haber dado una solución tan fácil como exacta, de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos. Hubiérase, entonces, explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad. Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa, un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada a la Eu

del Progreso en Santiago de Chile, “Facundo: Civilización y discusión política en Argentina. Casi doscientos años después, os porque seguramente sabía que estaba dejando una semilla ar o se lo puede odiar, pero siempre es mejor hacerlo después ucción del “Facundo” de Domingo Faustino Sarmiento.

ropa, que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente; maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que le impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El problema de la España europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa nada para la historia y la filosofía, esta eterna lucha de los pueblos hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que los arrastra, mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay, tierra desmontada por la mano sabia del jesuitismo, un sabio educado en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página en la historia de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos, y, borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta años su presa, en las profundidades del continente americano, y sin dejarla lanzar un solo grito, hasta que muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello, que no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina, que, después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de organización de todo género, produce, al fin, del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hos

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