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El libro completo, con una introducción de Alejandra Laera, se puede descargar en el sitio web de la Biblioteca del Congreso de la Nación: bcn.gob.ar.

til, si se puede, a las ideas, costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se descubre en él, el mismo rencor contra el elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para desafiar la reprobación del mundo, con más, su originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta abjurar el porvenir y el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un capricho accidental, una desviación mecánica causada por la aparición de la escena, de un genio poderoso; bien así como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la atracción de un centro de rotación, que luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: “Hay en América dos partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más fuerte”; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en Montevideo y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir: “Los franceses son muy entrometidos, y comprometen a su nación con los demás gobiernos”. ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que modificaron la civilización romana y que ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas: “¡Son muy entrometidos los franceses!” Los otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: “¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!” Y el tirano de la República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: “¡Traidores a la causa americana!” ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la palabra salvaje, que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?

De eso se trata: de ser o no ser salvaje. ¿Rosas, según esto, no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por el contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!… ¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal principio triunfa, se le ha de abandonar resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos, porque la Polonia ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de libertad? ¡Por qué lo combatís!… ¿Acaso no estamos vivos los que después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque hemos perdido algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra parte, ¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas que están en quieta posesión de surcarlos ellas solas ab initio?

¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la infancia, los pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino, llamados, por lo pronto, a recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no se renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la entrada de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o cambian de bandera. No se renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados años: la fortuna es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso y la polvareda sofocante de los combates, ¡adiós tirano!; ¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más, en un momento de extravío, en el ánimo de masas inexpertas: las convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin, de las tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal, egoístas que sacan de él su provecho, indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se atreven a combatirlo, corrompidos, en fin, que no conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos su ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en la oscuridad humilde y desamparada de las revoluciones, los elementos grandes que están forcejeando por desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios, imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que la importuna, huelle la noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!

Desde Chile, nosotros nada podemos dar a los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma ninguna no es dado llevar a los combatientes, si no es la que la prensa libre de Chile suministra a todos los hombres libres. ¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino de oro que tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal, don que sólo fue dado para predicar el bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de la prensa defienda al que la ha

encadenado! ¿Por qué no permites en tu patria, la discusión que mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica discusión de la prensa?

El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo trazar un cuadro apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel de Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha formado la última página de esta biografía inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido contados aún. Por otra parte, las pasiones que subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas aún, para que pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad o en su justicia. Es de otro personaje de quien debo ocuparme: Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano. Facundo Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta. Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra nacional, argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de trabajos, de devastaciones y de combates, el resultado de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó He creído explicar la revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular. He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos, los detalles que han podido suministrarme hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina, tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria atención, porque sin esto, la vida y hechos de Facundo Quiroga son vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue, no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad, es el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social, no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia escéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora.

Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino, para comprender su ideal, su personificación.

Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía, al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América.

Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido tan pródigamente dotado por la naturaleza y la educación.

La manera de tratar la historia de Bolívar, de los escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín no fue caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y podía formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre Chile es una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda tentativa. El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los que hasta hoy conocemos: es preciso poner antes, las decoraciones y los trajes americanos, para mostrar enseguida el personaje. Bolívar es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo traduzcan a su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún. Razones de este género me han movido a dividir este precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje, el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en que aparece el personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera esté ya revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios ni explicaciones.

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2023-03-26T07:00:00.0000000Z

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