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El odio como bandera

Cómo analizar el crecimiento de grupos violentos

Este libro fue escrito durante 2019, cuando poco a poco germinaban las semillas de algunas de las corrientes de una nueva derecha en la región. Apenas asomaba Bolsonaro en Brasil y se detectaban corrientes profundas y transversales en la política argentina que todavía no encontraban una expresión clara.

Cuatro años después, al publicar esta actualización, hemos visto nacer nuevos partidos de derecha en Argentina y en toda América Latina, consolidarse tendencias que se predecían en estas páginas e incluso surgir distintos tipos de grupos de acción directa en distintos países. En el caso de Argentina, cuanto menos uno o varios de ellos (se encuentra bajo investigación cuántos grupos participaron efectivamente, pero cabe mencionar el grupo identificado como “los copitos” y a la organización Revolución Federal, entre otros) terminaron siendo investigados por su participación en el intento de asesinato de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner. Estos mismos grupos u otros, además, organizaron en estos cuatro años desde la publicación de la primera edición de este libro, distintas movilizaciones con utilización de horcas, guillotinas o bolsas mortuorias, escraches y ataques a distintos funcionarios políticos, entre otras manifestaciones de un tipo de uso diferencial de la violencia que el país no había vivido previamente (o cuanto menos no de ninguna de esas formas con posterioridad al fin de la última dictadura militar). A su vez, estas prácticas se articulan con procesos del mismo tenor en toda la región, desde el golpe de Estado ocurrido en Bolivia en 2019 al asalto bolsonarista a las instituciones fundamentales del Estado de Brasil en su capital, Brasilia, el 8 de enero de 2023 o la continuidad de ataques de distinto tipo en Bolivia (en especial en Santa Cruz de la Sierra), en el golpe institucional en Perú, en las acciones en el sur argentino contra grupos mapuches o en distintos tipos de acción en México, Colombia o Chile, entre otros países de la región.

Se ha desarrollado a lo largo de este libro que si se observa el fascismo en tanto estructura política corporativa o emergencia de un partido único, la realidad argentina contemporánea no parece dirigirse hacia dicho destino y que no tendría mucha potencia ni interés la utilización del término. También que, si el eje de la comprensión del fascismo pasa por su estructura ideológica, hay elementos que han comenzado a reemerger de modos significativos, como lógicas nacionales que se articulan con procesos regionales e internacionales, y que podríamos calificar tanto como “nuevas derechas” o “neofascismo”, para distinguir aquello en común y sus diferencias.

Pero lo más importante del planteo desarrollado en las páginas previas, y que se encontró absolutamente ratificado en estos cuatro años desde su publicación, es intentar iluminar el sentido del fascismo en tanto práctica social, esto es, la posibilidad de movilización activa de grandes colectivos y su participación –también activa– en la estigmatización, hostigamiento y persecución de grupos de la población (identificados a partir de su origen nacional, su diversidad étnica, lingüística, cultural, socioeconómica, política, religiosa, de género o identidad sexual, etc.) como modo de proyectar frustraciones presentes. Es esto a lo que hemos llamado, aprovechando el mito argentino, la “construcción del enano fascista”, y lo que resulta más potente y más contemporáneo, a mi juicio, para pensar los r iesgos de la situación polít ica presente en nues tro país y en toda la región. Aun cuando no exista un riesgo de salida corporativa ni de creación de un partido único o de amenaza a cierta institucionalidad republicana, aun cuando los imaginarios y construcciones ideológicas tengan puntos en común y diferencias con los utilizados en el siglo XX en Europa, las lógicas profundas y estructurales del fascismo en tanto práctica social se comienzan a dar cita como una posibilidad cierta en América Latina y en Argentina.

(…)

Las fracciones que se observan a sí mismas como “mayoritarias”, que ni pueden ni quieren ubicarse en el rol de “minoría”, de “grupo especial” o de “víctima”, sienten que se va destruyendo el carácter comunitario que podía sustentar la existencia de políticas universales y se ven obligadas a jugar el juego que les propone esta nueva izquierda cultural: si es la articulación como víctima y la fragmentación la que permite reivindicar derechos, entonces la reasunción de una identidad masculina blanca y joven que se encuentra atacada por esta nueva realidad de “conquista de derechos”

El resurgimiento del fascismo no solo es un producto de una exitosa estrategia de marketing

puede ser el punto ideal desde el cual recuperar no solo el derecho al reclamo sino, lo cual resulta mucho más potente en términos simbólicos, también el orgullo perdido.

Si la “transformación del estigma en emblema” había permitido recuperar la historia de comunidades históricamente perseguidas como aquellas originarias de distintos territorios latinoamericanos o los descendientes del comercio de esclavos, este mismo proceso puede asumir un tipo de construcción equivalente en estos otros grupos, tanto con las denuncias de un “genocidio contra los blancos” que se estaría implementando a partir de estas políticas sostenidas de “discriminación positiva” (posiciones que aparecen desde los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos hasta las comunidades blancas sudafricanas, pero que también recorren distintos movimientos en toda América Latina) hasta este novedoso rescate del rol colonizador español en el planteo de Vox y en su recuperación en sectores medios latinoamericanos que no se conciben como indígenas o afrodescendientes sino como una comunidad conformada en el mestizaje entre el proceso colonizador español y los movimientos independentistas en cada uno de los países, que constituyeron las bases de sus tradiciones y relatos en clave nacional, sea la tradición gauchesca argentina o las luchas campesinas o las identidades ladinas en México o Colombia, entre otras experiencias con sus particularidades.

El resurgimiento actual del fascismo no solo es un producto de una exitosa estrategia de marketing o del manejo de ciertos medios de comunicación concentrados sino que cuenta con orígenes más profundos: la desconexión de las izquierdas de su base social en los sectores populares (algo que ya lleva medio siglo, pero que se va haciendo más y más profundo). Y, con mucha mayor fuerza, el abandono de un horizonte universalista en los planteos progresistas, reemplazado por el descubrimiento de las “luchas de las minorías” y la construcción identitaria victimizante, que deja absolutamente afuera de su discurso a sectores muy significativos de la población, los que se encuentran a merced del discurso fascista ya que no existen propuestas políticas progresistas que los interpelen. Por el contrario, el discurso político progresista solo es capaz de construirlos como responsables de males pasados, con orígenes históricos que no conectan con sus realidades presentes. Quizás éste sea un punto central para comprender cómo es que en tan poco tiempo (menos de un año) la

La construcción del enano fascista de Capital Intelectual es una edición ampliada donde Daniel Feierstein, hace foco en diferentes hechos que interrumpen con el orden vigente, tanto en Argentina como en el mundo. El autor sostiene que el enano fascista −ese que dicen que todos llevamos dentro− no debe ser entendido como una simple tentación individual, sino como una práctica social: el uso del odio como herramienta política para dirigir la frustración social hacia los demás.

potencia de la rebelión chilena fue minada en el rechazo masivo a una nueva Constitución que priorizó la agenda corporativa de “las minorías” por sobre los planteos universalistas que habían logrado cuestionar en las calles el legado pinochetista y quebrar cuatro décadas de hegemonía de un sistema político que estalló por los aires.

No son pocos (más bien son muchos) los blancos varones que no asumen una descendencia originaria o afro o de cualquier “minoría”, aun cuando puedan tenerla en sus genes o incluso en sus rasgos, ya que las identidades no son reflejo de mapas genéticos ni responden solamente a las miradas poscoloniales sino que son construcciones culturales que se van sedimentando en generaciones y cuya transformación no es sencilla ni rápida. Estos varones blancos que se sienten nacionales de su país, sea que vivan en los Estados Unidos, en España o en cualquiera de los países de América Latina, no conciben que el único rol que les corresponda en la vida que les resta sea el de pedir eternamente perdón por acciones cometidas una o cinco generaciones atrás por grupos que en muchos casos, ni siquiera son sus familiares directos y cuyos beneficios no necesariamente se encuentran en situación de disfrutar y quizás nunca han disfrutado.

Este quiebre temporal entre el momento de la colonización o de las opresiones que aparece en el relato poscolonial (que da cuenta en general de realidades de los siglos XVIII y XIX) y las realidades actuales de los efectos del neoliberalismo en el siglo XXI, esta simplificación dogmática y simplista en la cual el bien y el mal se encarnan en identidades esencializadas (hombre malo versus mujer buena, blanco opresor versus indígena o afro oprimido, occidentales colonizadores versus minorías colonizadas) le ha hecho un flaco favor al avance de las causas populares y es uno de los elementos más importantes en la capacidad de avance del fascismo contemporáneo, sea porque atiza sus elementos paranoicos o porque permite hacer emerger la complejidad de lo real, ausente en este nuevo dogmatismo políticamente correcto de las izquierdas culturales.

En la medida en que no se asuman los problemas conceptuales del abandono de la retórica universalista por parte de las fuerzas populares contemporáneas será especialmente difícil cualquier intento por dar la disputa por el sentido con las propuestas fascistas, tanto en los sectores populares como en los sectores medios pauperizados o incluso en los sectores medios acomodados. Las correlaciones de fuerzas se pueden transformar a partir de la capacidad de interpelación de más y más sectores. El dogmatismo de la izquierda cultural recorta a grandes mayorías de la capacidad de interpelación en tanto les exige una adopción identitaria “a priori” de identidades que en muchos casos no consideran propias (insisto, aunque pudieran tener algún lazo genético con las mismas) y, caso contrario, solo les permite sumarse al furgón de cola del opresor deconstruido que pide eternamente perdón y debe adherir a los postulados poscoloniales. Eso no es un manual para la articulación política ni para la interpelación a nuevos grupos sino una receta exitosa para su exclusión, es el mejor modo de entregar a gran parte de dichas fracciones en las manos del fascismo que, por el contrario, les ofrece un discurso que les permite recuperar su orgullo, sus relatos y su dignidad.

Los estudios de opinión que intentan comprender el rápido crecimiento de estas nuevas derechas (en general fascistas o neofascistas) ent re los jóvenes argentinos dan cuenta de este problema central: que ofrecen alguna respuesta (aunque sea simplista y paranoica) a un sector que no se encuentra interpelado por el resto de las fuerzas políticas al haberse desvanecido cualquier planteo universalista que, a su vez, haga lugar a estas nuevas realidades, a los nuevos conflictos y los nuevos malestares que vive la juventud contemporánea, que en modo alguno son los mismos de las juventudes de otros momentos históricos.1

Hacerse la pregunta “¿por qué sufre un joven hoy?” y comprender la variedad de sus posibles respuestas resulta un requisito indispensable para su interpelación, requiere recuperar la capacidad de escucha como requisito para la disputa en la correlación de fuerzas real contemporánea. Esa pregunta (¿por qué sufre un joven hoy?) parece haber sido encarada por las nuevas derechas, pero no así por el resto del arco político, que no le habla a los jóvenes reales de esta tercera década del siglo XXI sino que parece estancada en la juventud rebelde de los años 60 y 70 del siglo XX como si no hubiese pasado medio siglo o, como mucho, en la juventud que emergió en la crisis del 2001, de la que ya se cumplieron más de veinte años. Un tipo de planteo político que no logra asumir ni los conflictos ni los miedos ni los malestares de las juventudes reales de la tercera década del siglo XXI y que, por lo tanto, aparece más centrada en fenómenos “de nicho” o que atrasan veinte o cincuenta años, en una esencialización de las identidades que juega de espejo con las esencializaciones propuestas por el fascismo.

Si tiene algún sentido observar los puntos en común entre las lógicas políticas de las nuevas derechas contemporáneas y aquellas que dieron origen a las experiencias fascistas europeas es para pensar tanto en sus consecuencias como en los modos de confrontar con ellas. Para poder recordar y tomar en cuenta que el fascismo constituye un modo de “realización de la victoria” de los sectores dominantes, cuyo objetivo es el de barrer por un par de generaciones la capacidad organizativa de los sectores populares y facilitar una profundización en la distribución regresiva de la riqueza y de la dominación descarnada de los sectores de poder. Y que no opera confrontando al capital transnacional y globalizado sino absolutamente articulado con él, tanto en sus experiencias pasadas como, con mucha mayor claridad, en esta reemergencia presente.

Con muchas idas y vueltas y con bastantes dificultades para observar las características y consecuencias de los fascismos del siglo XX, el campo popular comprendió en aquel momento la necesidad de articular experiencias políticas distintas en lo que se dieron en llamar en su momento frentes antifascistas, alianza de distintos grupos socialdemócratas, partidos reformistas y todo el arco de los movimientos revolucionarios. Quizás el ejemplo más emocionante de aquella lucha lo constituyó el proyecto internacionalista y plural de los republicanos españoles y sus Briga

Los estudios de opinión intentan comprender el crecimiento de estas nuevas derechas

das Internacionales (un proyecto que, lamentablemente, no pudo sostener la unidad ante el avance del fascismo, y terminó estragado por los conflictos y persecuciones entre anarquistas, comunistas y socialistas, que destruyeron la riqueza universalista que derivaba de su visión amplia).

Este momento de peligro reclama una nueva unidad antifascista, un nuevo frente que pueda dar cuenta de la variedad política del campo popular en el siglo XXI y de sus desafíos, que no necesariamente reúne las mismas identidades que en el siglo XX pero que también integra heterogeneidades y movimientos muy distintos y que solo pueden ser articuladas en la reconstrucción de una visión universalista y de una construcción de derechos que no requiera ni presentarse como minoría ni constituirse en tanto víctima de alguna injusticia histórica pasada sino tan solo tener una necesidad presente que merece ser satisfecha.

Tan necesario como comprender los ejes en los que se asienta el fascismo para poder brindar respuestas desde el campo popular es lograr la articulación de colectivos que se encuentran hoy desperdigados, que se puedan reunir en este acuerdo político (que no implica acuerdo electoral sino algo mucho más profundo que puede convivir con propuestas electorales diferentes) los más diversos populismos y reformismos, todo el amplio campo de las izquierdas, pero también los nuevos movimientos, desde el feminismo de las mareas verdes argentinas al ecologismo de las luchas ambientalistas frente a las mineras o el pool sojero, desde el “situacionismo” o el “basismo” asambleario hasta quienes plantean la disputa dentro de la estructura estatal e incluso a través de los partidos políticos históricos, desde los sindicatos hasta los movimientos de desocupados, desde gran parte del arco peronista hasta los remanentes de un radicalismo alfonsinista y democrático que tan bien nos ha recordado una película como “Argentina, 1985”.

Para frenar una emergencia fascista que se estructura de modo transversal se requiere crear otro tipo de transversalidad, una grieta distinta a la del kirchnerismo-antikirchnerismo que pueda armarse como dique de contención de la salida fascista, que le quiebre la posibilidad de disputar el sentido común, de introducirse insidiosamente en las propias organizaciones del campo popular o en los partidos y movimientos políticos históricos o novedosos, que construya limitaciones a su crecimiento territorial e ideológico, que pueda intentar comprender y hacerse cargo de las transformaciones de las relaciones sociales, pero en un sentido antifascista.

Los organismos de derechos humanos pueden y deben tener un rol central en esta tarea, así como lo tuvieron en otras luchas a partir del fin de la dictadura. Es parte de su propia historia y de su sentido. Incluso el más antiguo de ellos (la Liga Argentina por los Derechos del Hombre) fue creado en 1937 precisamente en el marco de esa lucha internacional antifascista. La lucha contra la impunidad permitió luego articular infinidad de sectores sociales en aquellos años de consolidación del neoliberalismo, y fueron los pañuelos blancos de las Madres los que sirvieron de guía para unir, en la segunda mitad de los años 90, conjuntos amplios con reivindicaciones que articulaban a las víctimas diversas del ajuste. La conformación del Encuentro Memoria, Verdad y Justicia en 1996 dio cuenta de una enriquecedora posibilidad de diálogo y aprendizaje para trabajadores formales e informales, ocupados y desocupados, estudiantes y profesores, obreros industriales y de servicios, clubes de barrio y grupos artísticos y culturales. Un conjunto amplísimo de organizaciones, que no necesariamente coincidían en la evaluación concreta de cada elemento de la realidad política, que no necesariamente votaban lo mismo en las distintas elecciones, pero que lograron articularse en la lucha para derrotar la impunidad de los genocidas y consiguieron dicho triunfo con la emergencia del nuevo siglo.

Han pasado ya más de veinte años de la conformación de aquel conglomerado, el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia estalló una década después, en tiempos del kirchnerismo, y se dividió en dos o más fracciones. Haber quebrado la impunidad tuvo como inesperada contrapartida volver a fragmentar los reclamos, los énfasis, los alineamientos. El propio movimiento de derechos humanos quedó atravesado por la “grieta” y las acciones conjuntas se hicieron más y más difíciles. Y hoy no se observa la necesidad del trabajo antifascista, más allá de denuncias de ocasión en las que se indistingue estas prácticas fascistas del conjunto de acciones de las derechas. El 24 de marzo quedó como una fecha emblemática y masiva (con dos marchas, pero siempre con el pueblo en las plazas) pero los reclamos tendieron a fracturarse y a hacerse cada vez menos comunes, más allá del fuerte acuerdo para sostener el juicio y castigo a los genocidas, y que reapareció en circunstancias como el intento de aplicación de la “ley del 2 x 1” a los genocidas, o la desaparición de Santiago Maldonado.

Hoy es otra la situación y son otros los desafíos. La lucha contra la impunidad no ha terminado pero ya han pasado cuarenta años del fin de la dictadura. Nuevas generaciones se han sumado a la lucha pol ítica con sus propias reivindicaciones. Nuevos ajustes se han implementado sobre la sociedad argentina. Nuevos quiebres se han generado en las relaciones sociales y no todos ellos son herederos directos del genocidio, aunque en muchos casos solo fueron posibles a partir de él.

Pero hoy emergen también nuevos fantasmas, ya no los dictatoriales, pero no necesariamente son menos peligrosos. Tal como he intentado desarrollar a lo largo de todo el libro, este intento de construcción de un “enano fascista” en cada uno de nosotros va montando ladrillo sobre ladrillo. El odio comienza a ganar sectores importantes de la población. La falta de percepción de los efectos de los nuevos quiebres en las relaciones sociales no hace más que acentuar sus efectos. Muchas de nuestras respuestas se vuelven impotentes. Las organizaciones que luchan en los territorios, en muchos casos no logran ser escuchadas o se encuentran arrasadas por la coyuntura y con dificultades para observar la situación de conjunto. La mayoría de nosotros sigue pensando con la cabeza del siglo XX cuando hemos entrado a la tercera década del siglo XXI.

Es así que el “enano fascista” asoma la cabeza y daría la sensación de que seguimos pensando que es débil, que es marginal, que es incluso risible. Desde la universidad, muchos encuentran su tranquilidad solazándose en ejercicios académicos que demuestran que no se trata de lo mismo que el mundo vivió en el siglo XX y, ello demostrado, pueden continuar con su vida como si nada grave ocurriera. Jamás en las ciencias sociales se trata de lo mismo, pero eso no nos resuelve nada. La historia no se desarrolla nunca dos veces de modos iguales, pero eso no nos quita la obligación ética y política de poder aprovechar el pasado para actuar en el presente.

Si creemos que para conformar un frente antifascista necesitamos constatar que ha llegado una persona de bigotes que alza el brazo y grita en alemán, si necesitamos que cree un partido único que se identifique con una cruz esvástica y exprese su odio contra los judíos y gitanos, poco habremos entendido acerca de la complejidad de las relaciones sociales y de la variabilidad de sus formas a través del tiempo. Es llamativo que sea un humorista como Diego Capusotto (en su brillante dupla con Pedro Saborido) quien pueda tener, a través de la sátira, un registro más profundo de los riesgos argentinos contemporáneos, con personificaciones creadas hace ya bastantes años en la figura de Micky Vainilla, representante de un fascismo “cool, para divertirse”, que paradójicamente va avanzando en muy distintos espacios y parece expresar mucho mejor este nuevo momento del fascismo que las viejas caras serias, trágicas, dramáticas de un Hitler, un Goebbels o un Mussolini, tan propias del siglo XX.

En este siglo XXI el fascismo se presenta de la mano del nihilismo, de la ironía, del desencanto y el desenfado, tal como lo percibieran Saborido y Capusotto con enorme lucidez. Se trata, como Micky Vainilla, de un fascismo “cool, para divertirse”, que puede circular en los eventos de música electrónica con la melena simpática de Milei y el sorteo de su sueldo de diputado, la campera amarilla de Olmedo o que puede asumir la banalización de la violencia en los spots posmodernos de Jair o Eduardo Bolsonaro, en una población que al mismo tiempo puede convocar con sus celulares a los extraterrestres, avalar el terraplanismo o considerar que una pandemia es una invención política conspirativa o que las vacunas ocultan un chip para controlarnos. Pero eso no lo hace menos peligroso. Más bien al contrario.

El fascismo comienza a despertar de modo significativo en distintos puntos del globo y, por primera vez en su historia, comienza a calar con fuerza en importantes capas populares de América Latina. Enfrentarlo colectivamente ahora, cuando todavía resulta posible, es una necesidad para la compleja, multifacética y enriquecedora militancia de la Argentina.

No podría desear nada con más fuerza que estar completamente equivocado. Pero, por si no lo estuviera, es que comparto estas reflexiones.

Hoy emergen nuevos fantasmas, ya no dictatoriales, pero no son menos peligrosos

ESPÍA

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2023-06-04T07:00:00.0000000Z

2023-06-04T07:00:00.0000000Z

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