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Los raros

Paralela a la historia de los autores prolíficos, corren de manera subterránea los casos de escritores a los que les bastó con publicar apenas un libro –o incluso ninguno– para consagrarse. Especímenes únicos que parecen hacerse eco de la categórica sentencia de Nietzsche: “dí tu palabra, y rómpete”.

La publicación de un libro suele estar rodeada de expectativas alrededor del reconocimiento en el oficio. Con la era digital, la crítica literaria parece una especie en extinción, mientras las posibilidades de darse a conocer se multiplican: los escritores se vuelven prolíficos y las dimensiones de los textos realimentan el circuito editorial y agregan otro motivo de posible admiración. Sin embargo, la literatura argentina ofrece un modelo antagónico: los escritores desinteresados de la difusión, los autores sin obra, a los que les alcanzó con publicar apenas un libro o incluso ninguno para consagrarse. Se trata de escritores que se vuelven únicos a partir de libros rigurosamente extraordinarios. Su reconocimiento suele ser tardío o póstumo, está a cargo de otros autores o de grupos y se convierten entonces tanto en señal de identidad en el campo literario, como en prueba de las injusticias del ambiente editorial y de la crítica: Santiago Dabove reconocido por Borges, Bernardo Jobson reivindicado por Abelardo Castillo y Norberto Soares reeditado por Ricardo Piglia son ejemplos paradigmáticos.

Dabove (Morón, 1889-1951) publicó en vida el cuento “Ser polvo”, todavía su texto más conocido. Su inclusión en la Antología de la literatura fantástica (1940), de Borges, Adolfo Bioy

Casares y Silvina Ocampo, lo adscribió a ese género. Pero los relatos, poemas y fragmentos en prosa compilados en su único libro, La muerte y su traje (1961), rechazan cualquier clasificación fuera de alguna influencia de Edgar Allan Poe.

Cada escritor tiene su leyenda. Dabove se reunía a filosofar con su hermano Julio César y con Macedonio Fernández, en Morón y en la confitería La Perla, de Once; según Borges, leyó al azar y escribió sin expectativas, obsesionado por la muerte. “Ser polvo” patentiza esa preocupación: el protagonista se hunde en la tierra después de caer de un caballo y al transformarse en una tuna encuentra “un modo de existir que tiene algo de grato” y parece superior a la existencia humana.

La muerte no es entonces una experiencia negativa para Dabove. Previo descarte de las creencias en un más allá, conduce a “una aceptación de la vida tal cual es” y afina el sentido del humor y una imaginación que lo lleva a delirar con huelgas de sepultureros, bosques embaldosados y catástrofes universales. En “Acotaciones sobre la muerte” reflexiona: “Me preguntaréis para que he escrito esto. No ayuda a vivir, su belleza es discutible. Contesto al punto: para preservar la vida. Conviene considerar dónde la ponemos, dónde la plantamos y en qué medida, entre tanta crueldad”.

Alfredo Novelli (Buenos Aires, 1931-2014) también estuvo vinculado periféricamente a escritores de la revista Sur y apenas publicó cuatro cuentos. La escritura fue una ocupación persistente, pero relegada a un segundo plano por su trayecto

ria académica como profesor de matemáticas en universidades de Italia y Argentina. Admirado por Silvina Ocampo (“yo no puedo escribir así”, en referencia a su extrema precisión y economía), en 2019 apareció la compilación Un ejemplar de prueba.

En este linaje, pocos tienen ganado su lugar como Antonio Porchia ( Italia, 1885Buenos Aires, 1968). Roger Caillois rescató una primera edición de sus Voces de la pila de libros descartados para reseñar en la redacción de Sur, lo tradujo al francés y cimentó su fama de sabio que renunciaba al mundo para observarlo mejor y convertía a sus lectores en iniciados.

Porchia se mantuvo indiferente a semejante repercusión y se mostró parco ante los admiradores. “Jamás digan que escribo aforismos – reclamó–. Me sentiría humillado”. Tampoco se reconoció como parte de la iglesia surrealista, pese a la bendición del papa André Breton (“El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el del argentino Antonio Porchia”, dijo).

Obrero manual, vinculado a publicaciones de izquierda en la juventud, Porchia solía construir sus textos en base a contrastes de opuestos, contradicción de ideas corrientes y deducciones fuera de la lógica, y reforzaba la sugestión y la impronta poética con reiteraciones de términos y cláusulas. El carácter elíptico de las Voces, su dispersión (una edición de 2017 publicada por Gárgola agregó 103 textos nunca recopilados) y el retraimiento del autor habilitaron la interpretación de prestigiosos exégetas, desde Borges hasta Roberto Juarroz. Pero el misterio continúa.

Secretos, locuaces y lúcidos. En junio de 1972, Norberto Soares publicó en Primera Plana una nota en la que hizo un llamado público para que “algún editor iluminado” se hiciera cargo de los poemas de La obsesión del espacio, de Ricardo Zelarayán. El autor, “una voz en el anonimato” según su artículo, alcanzó la consagración l iteraria sin publicar una sola línea. La gestión resultó además exitosa, ya que Corregidor recogió el guante y publicó el libro. Pero al intervenir de esta manera Soares quizá también hacía lo que esperaba para sus propios textos.

Soares ( Buenos A ires, 1944-1999) es el autor de un celebrado libro de cuentos, Gente que baila (1993), y su figura cobra mayor relieve a partir del rescate de Piglia – lo reeditó en la Serie del Recienvenido– y de Black out (2016), donde María Moreno lo evoca junto con otro escritor único: Claudio Uriarte, autor de Almirante Cero (1992), descollante biografía y a la vez, ensayo en torno a Emilio Eduardo Massera y su época, desde el ungimiento como jefe de la Armada por mandato de Perón hasta la caída por el terrorismo de Estado.

Los escritores únicos no solo son importantes por lo que escriben –y no publican–, sino por lo que hacen escribir, según el prólogo de Piglia a Gente que baila: “Soares ayudó a muchos escritores en aquel tiempo y escribió asiduamente sobre ellos en las páginas culturales de los diarios y las revistas de la época. Osvaldo Lamborghini, Antonio Dal Masetto, Osvaldo Soriano, Luis Gusmán, entre otros, le deben mucho a su entusiasmo y sus amigos más cercanos –María Moreno, Jorge Di Paola, Miguel Briante– disfrutaban de su ironía ácida y de su resentida –o vengativa– generosidad”.

Soares representa, además, otro prototipo de larga raigambre en la vida intelectual: el genio oral, aquel que deslumbra a sus colegas y allegados con sus ideas y proyectos, pero que consuma su energía en ese acto o que desconoce por motivos insondables el aura de la palabra impresa. Sin embargo, el carácter extraordinario de su libro –“único en el sentido más preciso de la palabra”, dice Piglia, porque no se parece a nada y cumple con lo que exigía en sus críticas– provocó una reacción de incredulidad: tenía que haber una novela, otro libro de cuentos, una compilación de artículos periodísticos, el diario de la vida nocturna que testimoniaron memorias orales de la calle Corrientes. Pero no hubo, por lo menos hasta el momento.

Pariente cercano del raro, el escritor de libro único suele ser visto como una conexión inesperada con otras latitudes. Como si ubicaran a la literatura argentina en el mapa universal. Así como Soares pudo ser “nuestro Roberto Bazlen”, en alusión al crítico italiano y emblema del escritor sin obra conocida, Bernardo Jobson ( Vera, Santa Fe, 1928-Buenos Aires, 1986) sería el Ring Langner de los barrios porteños. Un solo libro, El fideo más largo del mundo (1972), bastó para consagrarlo como maestro del cuento breve, observador ácido de la vida cotidiana y escritor digno de rescate por la supuesta falta de reconocimiento.

Piglia inscribe a Soares en una línea de “sabios secretos, genios orales, conversadores inimitables, autores sin obra, locuaces y lúcidos”. Menciona a Raúl Aníbal Pannunzio –escritor de libro único, con La política en la época científica. El señor y el siervo en la lógica de la historia (1971)-, a Raúl Sciarretta –igualmente, con un texto de aparición póstuma y titulado por añadidura Escritos provisorios (2000)– y Enrique Pezzoni, autor de El texto y sus voces (1986).

Autodidacta, Sciarretta (1922-1999) se constituyó en referente de la formación de intelectuales en el campo psi y de la filosofía durante los años 60. En un texto publicado ante su muerte, Rober to Harar i lo def inió como “maestro de los maestros del psicoanálisis” y subrayó su perfil de “cabal Sócrates porteño” por el desinterés en la difusión de su enseñanza: “su práctica teórica debe evaluarse por sus efectos en los discípulos, antes que, por ejemplo, en función de las inexistentes páginas que (casi) siempre se negó a escribir, pero que (casi) siempre prometió escribir”.

Enrique Pezzoni (19261989) también gozó del prestigio que otorga a los escritores el hecho de no publicar sus textos. Secretario de redacción de Sur, asesor de Sudamericana, traductor de Lolita de Vladimir Nabokov –la edición denunciada como obscena y perseguida judicialmente en 1959– y Moby Dick, de Hermann Melville, “fue una figura gravitante en la literatura argentina entre los años sesenta y fines de los ochenta, con un magisterio más personal que autoral, que puede rastrearse en sus discípulos: Jorge Panesi, y los más jóvenes Delfina Muschietti, Daniel Link y Annick Louis”, afirma Martín Prieto en Breve historia de la literatura argentina.

“El texto y sus voces, el único libro que Enrique Pe-zzoni publicara en su vida, es el lugar ideal para encontrarlo –anotó Luis Chitarroni en el prólogo a la reedición de 2009–. El sentido del pasado como recaudo de cierta vivacidad tradicional –Wilde, Arlt, Borges–, el sentido del presente como intensidad y proyección –Borges, Bioy, Marechal, Cortázar, Viñas–, la poesía –el poema– como operación extrema del lenguaje para conquistar esa franja que ensombrecen por igual la literatura y la vida. Encontrarlo: oír su voz”. Al fin de cuentas las huellas de los genios orales terminan impresas.

Entre el culto y el desconocimiento. “Las óperas primas son un género en sí mismo, quien las escribe no es todavía un escritor, aunque juegue a serlo en todos los cafés de la ciudad. Está por ser admitido –o no– en la cautiva serie incierta de los nuevos escritores”, afirmó Ricardo Piglia. En ese borde impreciso entre el culto de pocos lectores y el desconocimiento de los circuitos que median en la consagración literaria se instalaron novelas únicas como El traductor, de Salvador Benesdra, y El desierto

y su semilla, de Jorge Barón Biza.

Las dos novelas se publicaron en 1998; las dos fueron costeadas por los interesados (un subsidio, en el caso de El traductor, ya que el autor se quitó la vida en enero de 1996); las dos se presentaron sin suerte al Premio Planeta de Novela, de lo que podría deducirse que los concursos literarios, “sistemas de censura invertida” según Fogwill, no son tan célebres por las libros que distinguen sino por las obras maestras que se pasan de largo.

Barón Biza (Córdoba, 1942-2001) fue además lo que se llama un autor tardío: un escritor que, según las convenciones del ambiente, se da a conocer fuera de tiempo, más tarde de lo que supuestamente corresponde. “Un escritor joven tiene todo el futuro por delante, el otro todo un pasado por detrás. En el mundo de los escritores la llegada tardía provoca a veces el miedo al silencio, al rechazo o a la indiferencia, lo que una persona de edad que se juega por primera vez no se puede bancar tanto, y más si es del interior. De hecho El desierto y su semilla pasó desapercibida al comienzo”, señala Christian Ferrer, autor de El inmoralista, ensayo sobre Raúl Barón Biza, padre de Jorge y responsable del drama –el atentado con ácido contra la madre, Clotilde Sabattini– a partir del cual se despliega la novela.

Benesdra y Barón Biza, cada uno a su modo, enlazaron sus historias con la historia del país y escribieron novelas ahora consagradas. Lo mejor de la literatura argentina contemporánea podría estar en la sucesión de obras únicas que integran junto con textos como Guerrilleros (1993), novela de Rubén Mira (1964), y Cera negra (2000), cuentos y único libro publicado en vida por Andrea Rabih (1967-2001). Desmesurados, inclasificables, extremos, ninguno necesitó escribir demasiado para volverse inolvidable.

CULTURA / NOTA DE TAPA

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