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Censura: de ‘Bomarzo’ a ‘Theodora’

OSCAR BLANDO* *Doctor en Derecho. Profesor de Grado y Posgrado en la Facultad de Derecho de la UNR.

La historia de la cultura es también una historia de la censura, un registro de negociaciones solapadas o explícitas entre los productos culturales y el control del Estado. No hay sociedad que se evada de estas relaciones peligrosas, de estas transacciones entre el poder y el texto, entre el aparato del Estado y la variada serie de los discursos culturales, escribió con razón Andrés Avellaneda en su texto “Censura, autoritarismo y cultura: Argentina 1960/1983”.

La prohibición de la ópera Bomarzo a mediados de los 60 y los reclamos de censura del oratorio Theodora de Handel más de seis décadas después en el mismo ágora cultural, el Teatro Colón de Buenos Aires, es representativa de esa trama entre cultura y censura y de una continuidad histórica que intenta subordinar la libertad de expresión a la preservación de determinados valores morales o religiosos.

En 1967 el intendente de facto de la Ciudad de Buenos Aires, coronel Schettini, durante la dictadura de Onganía, prohibía la representación de la ópera Bomarzo de Alberto Ginastera y Manuel Mujica Láinez en estos términos: “la referencia obsesiva al sexo, la violencia, y la alucinación… (hacen que) desde el punto de vista de la moral pública resulta inadecuada la representación de la mencionada obra”.

Los argumentos del censor siempre son reclamados por instituciones que se autodesignan “guardianes” de esa moral pública. La censura a Bomarzo tuvo el apoyo explícito de la Corporación de Abogados Católicos: Dijo: “todos deben respetar la primacía absoluta del orden moral objetivo puesto que es el único que supera y congruentemente ordena todos los demás órdenes de las realidades humanas, sin excluir al arte”.

Ahora, la Corporación de Abogados Católicos junto a la Conferencia Episcopal argentina hicieron públicas las demandas de renuncia del ministro de Cultura de CABA por la puesta en escena de Theodora y por otras obras, por considerarlas “blasfemias” que “ofenden a la Santísima Virgen María”, como la muestra “Amar, Luchar, Vivir” en el Centro Cultural Recoleta.

Es incompatible con una sociedad democrática que determinados actores e instituciones se conviertan en “tutores” de la moral pública y se arroguen la potestad de decidir lo que todos -no solo los cristianos- debemos ver, escuchar o leer.

El discurso de la censura es profundamente elitista: descansa en la creencia de que algunos son capaces de discernir entre lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo lícito de lo prohibido.

El abucheo a Mercedes Morán demuestra un innegable hecho de intolerancia, que confunde roles: es como si nos hubiésemos enojado con Marlon Brando por su interpretación de Don Corleone. Lo verdaderamente grave y lo que subyace, sin embargo, son los intentos de censura, de condicionar la esfera pública y la libertad de expresión.

En la Argentina ha persistido una línea “integrista conservadora” que junto a Bomarzo buscó censurar las películas Los cuentos de Canterbury de Pier Paolo Passolini (1974), El último tango en París (1976), Regreso sin gloria (1982) y ya en los albores de la democracia por ser considerado “teatro sacrílego”, una granada de gases lacrimógenos explotó en momentos en que el actor italiano Darío Fo representaba en el San Martín, Misterio bufo y más recientemente aduciendo motivos “antirreligiosos”, una institución quiso prohibir la exposición del artista plástico León Ferrari.

El escritor y poeta rosarino Alberto “Gary” Vila Ortiz escribió que la sociedad ha practicado la censura y la represión sobre tres aspectos esenciales de la actividad humana: la sexualidad, el pensar político y la creación artística y concluía con una recomendación que podríamos adoptar como “remedio” democrático: “lo que hay que hacer para evitar los gérmenes de la intolerancia y la censura es pluralizar desenfrenadamente...” Eso, hay que pluralizar hasta la desmesura.

POLÍTICA / IDEAS

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2021-10-16T07:00:00.0000000Z

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