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Rey de París

NANCY GIAMPAOLO

El Mundial renovó los clásicos debates sobre el racismo argentino. Señalamientos plausibles, como que el color de piel influye a la hora de acceder a un trabajo, confrontan con sentencias lapidarias como “son todos nazis”. Institucionalmente, iniciativas tipo “identidad marrón” fueron revelándose más sectarias que capaces de mejorar algo, de modo que la problematización en torno a la cantidad de melanina en piel o los genes heredados de pueblos originarios versus los genes que vinieron en “los barcos”, seguirá en agenda. Podemos tranquilizar la conciencia si nos comparamos con Estados Unidos, buena parte de Europa, algunos puntos de América Latina en los que pervive un sistema de castas o si nos da por ahondar en los exóticos racismos asiáticos.

El morocho, en Argentina, cruza, desde siempre, las clases sociales: alcanza con ir a centros de esquí como Las Leñas o Chapelco para advertir que los rubios son mayoritariamente extranjeros, pensar en polistas que exportamos, como Adolfo Cambiaso y Nacho Figueras o modelos como Mica Argarañaz, definida en Vogue como una belleza de “tez morena y aspecto tomboy”. Es incluso difícil suponer a aquellos argentinos millonarios de Viaje al fin de la noche, esos “alegres y generosos” que abusaban de la carne y cantaban en “estruendoso español”, como tipos de ojos claros y pecas; más sencillo es imaginarlos con la cara de Macoco Álzaga Unzué. Es que ser morocho parece ser, como tantas cosas, mucho más complejo para el pobre que para el rico, el bello o el talentoso. Resumía anticipadamente algo de todo esto Gardel, en 1930, entonando: “Morocho y argentino, Rey de París/rajá de Montmartre; piantate, infeliz”.

ESCRITURAS

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2022-12-03T08:00:00.0000000Z

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