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La última.

El tipo venía viajando desde hacía días, sin ver ni hablar con nadie. Viviendo al compás y al ritmo de los elementos. Despertando con el amanecer, analizando los cielos y decidiendo qué hacer con los vientos de noviembre y las tormentas de primavera, procurando el alimento, la hidratación, buenos lugares para acampar y permaneciendo alerta a las potenciales acechanzas de una naturaleza bastante virgen, pródiga y bella pero que, de no ser bien interpretada, podría tornársele áspera. Es que el río Corrientes –el que drena y conduce las aguas de los Esteros del Iberá hacia el Paraná– es un curso fantástico. Aguas claras, extraordinarias playas de arena, altas barrancas, montes con mucha vida silvestre y buena pesca. Ideal para recorrerlo de punta a punta y subsistir en esos escenarios litoraleños de soles rojos, garzas, carpinchos, yacarés y dorados. Y al tipo le apasionaban esas cosas. Por eso, estaba predispuesto al esfuerzo, ala soledad y a las incomodidades que podría significarle ese viaje. Por eso venía desde hacía días peregrinando en solitario, remando en un kayak de fibra.

Aunque me parezca lejano en tiempo y espacio, el tipo era yo. Y digo “el tipo”, por que era otro yo, ni mejor ni peor, pero distinto al que soy ahora y seguramente al que seré. Es raro, pero es así, igual que el río que nunca es el mismo y no obstante se parece. Nunca la misma agua pasa dos veces ni de nuevo por ahí, y sin embargo es semejante.

Después de los primeros días uno se adapta inmejorablemente y entra en sintonía con el entorno, con el ritmo de ejercicio diario, el remo se vuelve prolongación de los brazos y el casco de fibra del kayak de travesía, casi una parte del cuerpo. Uno comienza así, a fuerza de horas y cientos de remadas, a sentirse como una especie de centauro anfibio. Es agradable comprobar que los sentidos se agudizan y no se extraña la heladera ni el colchón ni la tecnología ni el dinero y todo se torna básico, elemental, primigenio. Conseguir algo para comer, sin importar qué, beber para no deshidratarse –sin exigencia de sabor ni temperatura– descansar lo necesario y donde sea, protegerse del sol, del viento, guarecerse de la lluvia, acompañarse con el fuego y ser dueño único y absoluto de crepúsculos, lunas y cielos estrellados.

Esa noche, en un pequeño claro del monte que orillaba el río, armé la carpa antes del anochecer y comí algo que no recuerdo, ni importa demasiado. Me puse a pescar antes de que el cansancio me venciera y un pique contundente me demoró el reposo. La cañita era muy liviana y me dio trabajo sacar ese manguruyú de las entrañas del río. Era demasiado grande para mí solo, así que lo devolví al agua. -Mañana pesco un par de boguitas y listo, me dije y me fui a dormir felizmente agotado.

Antes del amanecer ya estaba tomando unos mates y viendo correr el agua. Y, con la luz in crescendo, el despertar del monte y sus habitantes era un espectáculo repetido pero siempre único y sorprendente. Por esas cosas de la fisiología y los mates lavados, debí buscar un rincón para cumplir con el sagrado rito del reloj biológico. El río aportó agua corriente para la higiene y, para secarme, nada mejor que apuntar la parte húmeda hacia los primeros rayos de sol que se filtraban entre unas nubes oscuras pero que ya empezaban a entibiar. Cinco o seis días sin ver a nadie son suficientes para despreocuparse de recatos y pudores. En eso estaba cuando un ruido de ramas y pisadas fuertes me hizo apurar la subida del pantaloncito. De golpe, y a no más de cinco metros, apareció un paisano a caballo. Después del -Güen día don! Comenzamos la corta charla de presentación y sobre algunos por menores de m i viaje y enseguida recalamos en los temas de rigor entre desconocidos que siempre termina en la meteorología. Le señalé unos celajes hacia el este y le pregunté: - ¿Y qué me dice de esos nubarrones? ¿Vendrá mal tiempo?

- Para mi que ha de llover nomás. Me contestó con esa “ll” pronunciada bien a lo correntino. Y con la misma repentización que había llegado, clavó espuelas en el alazán y desapareció entre la espesura sin despedirse mientras decía: - ¡Qué quiere que le diga, si la verdad es que amaneció para el culo!

Y hay algo que no llegué a descifrar y que se escuchó mientras se seguían moviendo las ramas tras la huida. No sé si fue un relincho del pingo amortiguado por la enramada o un sapucai con carcajada.

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2021-09-02T07:00:00.0000000Z

2021-09-02T07:00:00.0000000Z

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