Kiosco Perfil

Cabo Vírgenes. Viaje misterioso a la punta Sur del mapa argentino.

Cómo es esta fascinante zona. Playas increíbles, un farofaro, pingüinospingüinos, toninas overasoveras, viento y una majestuosa soledad que inspira respeto y admiración.

López. Por Marisol

Cómo es esta fascinante zona. Playas increíbles, un faro, pingüinos, toninas overas, viento y una majestuosa soledad que inspira respeto y admiración.

El dedo apoyado en el mapa marcaba nuestro próximo destino: la puntita de un continente, el Km 0 de la Ruta 40, el final para algunos y el inicio de aquella ruta tan deseada para nosotros. Cabo Vírgenes era el lugar esperado, el dedo había buscado infinidad de veces aquel punto en el mapa, porque el viaje empezaba en Ushuaia, pero la 40 lo hacía en esa pequeña punta donde la tierra se volvía océano. Lo imaginábamos bello, con su faro y su mar, virgen como su nombre, desolado y salvaje. Aquel lugar nos llamaba de una forma incomprensible. Brujería, hechizo, hipnotismo. No era cosa de la razón, habitaba en los otros lugares, junto al nudo en la garganta y los pelos erizados, crecía a la par del brillo en los ojos y se alimentaba de sueños fantásticos e irreales. Para nosotros Cabo Vírgenes no era un lugar adonde llegar sino, principalmente, un lugar por descubrir.

Salimos de Río Gallegos rumbo al Cabo y ya sumábamos el segundo intento. Habíamos tratado de pedalear el mismo camino el día anterior, pero el viento nos tiraba de las bicis decidido y para esas alturas ya entendíamos rápidamente el mensaje. Media vuelta y a esperar que calme. Hoy quería ser viento y así había que aceptarlo. Para cuando al siguiente día tocó el segundo intento, lo agarramos cansado y dócil, cada tanto nos hacía tambalear las bicis, pero enseguida se agotaba y continuaba entre susurros y brisas placenteras. Durante todo el trayecto, el camino nos mantuvo bastante entrete

nidos; la consigna era buscar la huellita ideal que frenara aquel incesante rebote. Zigzagueábamos a lo largo y ancho de la ruta investigando minuciosamente el terreno. Después de unos 70 km y varias paraditas a relajar los músculos, llegamos hasta estancia El Cóndor, una de las tantas propiedades que Benetton tiene por la zona, el lugar es como una villa sacada de cuento con todas las casitas iguales y perfectas. Nosotros entramos a pedir agua y acampamos reparados detrás de unos árboles que están justo enfrente.

Conversando con las ovejas

Nos quedaban unos 60 km por recorrer hasta llegar al tan esperado Cabo Vírgenes, el día estaba gris y lluvioso, y los rebotes continuaban inagotables, pero faltaba poco y el entusiasmo también nos rebotaba en el cuerpo. Ibamos a los saltitos disfrutando de la estepa y cada tanto, como siempre, Javi paraba a charlar con algún grupo de ovejas que lo miraban curiosas desde lejos, hasta que lo incomprensible de aquellos sonidos terminaban por asustarlas tanto que escapaban despavoridas para todo lados, huyendo de ese cicloturista y sus ruidos mitad hombre mitad algo que él creía idioma ovino. Así veníamos cuando, después de una subida, apareció frente a nosotros una escenografía de lo más extraña: en medio de ese desierto de pastos bajos y nubes grises se levantaba una construcción enorme con caños y chimeneas que escupían su humo negro y espeso.

La ruta atravesaba esa industria inexplicable que se aparecía como si nada en el medio del camino y nosotros pedaleábamos lento entre camionetas que iban y venían de un lado al otro, sonidos metálicos, ruido de motores, inmersos de pronto en aquella ciudad del petróleo que no habíamos buscado. Después del primer shock de asombro e incredulidad, entendimos un poco la situación y las piernas empezaron instintivamente a acelerar la marcha. Dejamos atrás a los hombres con sus chimeneas de humo y volvimos de a poco a la charla con ovejas y la mirada en el horizonte, y así casi sin darnos cuenta el camino se fue terminando y Cabo Vírgenes por fin apareció ante nosotros. Había dejado de lloviznar, pedaleamos

hasta el faro disfrutando de toda esa alegría contenida que nos invadía el cuerpo. Estábamos en lo alto de un acantilado mirando aquel mar infinito y salvaje que tanto nos había esperado, uno junto al otro, en silencio, asimilando aquel presente que olía a mar y sueños despiertos. Justo entonces un arco iris con sus violetas y naranjas apareció por detrás del faro para saludarnos quizás –pensamos–, para agradecernos por haber podido creer en hechizos y brujerías, por haber salido a buscar por donde llamaba el corazón.

El mejor hotel a orillas del mar

Una tarde de emociones dio paso a una noche estrellada y sin signos de viento. Contentos y con el entusiasmo exacerbado decidimos armar la carpa justo frente al mar. Pero a veces las emociones bloquean el sentido común y lo que imaginamos como un inolvidable amanecer se volvió una madrugada también inolvidable pero en otros aspectos. Tan solo unas horas después de acostarnos don viento regresó renovado y de los más chistoso, estaba bien, se la habíamos dejado muy fácil. La carpa insistía en levitar y salir rodando, Javi gritaba, yo gritaba, la cosas volaban a su antojo, entre dormidos tropezábamos de un lado para el otro con los ojos, la nariz y cada agujerito del cuerpo repleto de arena, y el viento, claro, se descostillaba de risa, soplando cada vez más y más fuerte.

Cuando después de un largo rato logramos apropiarnos de todo nuestro equipo y mantenerlo en un mismo e inamovible lugar, esperamos el amanecer y nos fuimos a refugiar entre los acantilados ados para embromar al vie viento y la arena. Estábamos calentando el agua para el mate cuando Javi vio algo que se movía entre las olas: “¡Una tonina overa!”, gritó, y corrimos hasta la orilla para lograr verla de cerca antes de que se perdiera en el océano. Para cuando nuestros pies rozaron el final de una ola, aquella tonina jugaba a los saltos frente a nosotros y todo podría haber terminado ahí, en un arco iris detrás de un faro en el fin del continente, un delfín saltando mientras amanece y el mojón 0 de la Ruta 40 podría haber terminado en eso, y aún así nos hubiéramos sentido muy afortunados de haber llegado hasta esa punta del mapa.

Pero como les contamos, Cabo Vírgenes era brujería, hechizo, magia y estaba empecinado en mostrarnos todo su potencial. Porque aquel mar frente a nosotros se convirtió en todo un acto de acrobacia marina. Cientos de toninas overas saltaban, caían y volvían a saltar, lo hacían en grupos o de a una, cerca, lejos, a lo ancho y largo de toda la playa. Donde mirábamos estaban ellas jugando para nosotros, saludándonos entre piruetas. Primero gritamos desaforados corriendo de un lado al otro con las sonrisa estallada, sabiéndonos despiertos pero creyéndonos dormidos, en trance, inmersos en un sueño de mares vírgenes, faros y delfines saltando al amanecer. Después, cuando sentimos el agua fría en los pies mojados, cuando el viento nos volvió la sonrisa de arena sin que dejáramos de sonreír y los ojos se llenaron de una humedad conocida, por fin entendimos que nunca habíamos estado más despiertos que esa mañana.

Luego de varias horas de empacharnos entre mates y mares de delfines que saltaban, nos fuimos a buscar algún lugar reparado donde armar la carpa, convencidos de que el día ya no podía ser mejor, pero Cabo Vírgenes recién había empezado a desplegar sus trucos. Llegamos hasta el puesto de la Armada y sus habitantes nos invitaron a que los acompañáramos a encender el faro. Subimos por una escalera infinita, descubriendo en cada paso las entrañas de aquel faro que tantas veces

Estuvimos entre pingüinos toda la tarde, casi sin hablar, moviéndonos muy poco, disfrutando de ese nuevo mundo enano, chueco y con pico que nos autorizaba delicadamente. Javier Rasetti

habíamos visto en fotos y relatos. La luz giraba en su centro y yo lo miraba a Javi, ahora luz, ahora oscuridad, había lupas, engranajes perfectos, los sonidos eran metálicos pero hermosos, algo se movía fusionando esto y lo otro y ahora luz y ahora oscuridad. Estaba hipnotizada, el personal de la Armada mientras tanto nos contaba la historia del faro, su función y mecanismo. Yo no lograba escucharlos, creo que si ese día me hubieran dejado sola entre las entrañas de aquel faro de luces y sombras, aún hoy estaría exactamente en la misma posición atontada y con la mente en blanco.

Un sueño hecho realidad

Javi me llamó algunas veces y volví. Salimos por una puerta de vidrio y el viento me dio en la cara despabilándome definitivamente. Nos paramos en un pequeño mirador desde lo alto del faro. Podíamos ver el mar completo mientras la tarde se despedía con los rosas y violetas a los que nos tenía acostumbrados. La luz ahora impactaba en el océano, en el cielo y más allá, entonces los cuatro nos quedamos en silencio, otra vez dudaba de mis ojos abiertos, de la brisa en la cara, de los sueños despiertos. Para completar aquel día inolvidable, la gente de la Armada nos invitó con puchero. Comimos calentito, compartimos nuestras vidas entre charlas y nos fuimos a dormir agradeciendo cada segundo, momento y decisión que nos habían permitido llegar hasta ese presente.

Cuando amaneció ya teníamos decidido quedarnos un día más para darle el cierre merecido a tan increíble experiencia. Nos habían contado que a tan solo algunos kilómetros caminando por la playa podíamos encontrar una pingüinera, donde según nos decían habitaba una gran cantidad de pingüinos magallánicos. Mochilas al hombro, mate, alguna fruta y a caminar. Nos dijeron

“acá cerquita” y después despué de caminar un rato entendimos que eran de esos “acá cerquita” que tantas otras veces nos habían frustrado. Después de andar por la playa mucho tiempo más de lo imaginado aún no lográbamos ver ni un solo pingüino –¿Será que se fueron? ¿Si fueran tantos como dicen ya tendríamos que ver alguno, no? ¿Cuánto más lejos pueden estar?–. Dijeron “acá cerquita”, si bien esos cálculos tienen que tener un límite de error nosotros ya lo habíamos duplicado. ¿Dónde se metieron los miles de pingüinos magallánicos? Seguramente la distancia no fue tanta como en ese momento sentimos, pero la ansiedad por encontrar una playa repleta de pingüinos complicaba un poco la paciencia.

Y allí estaban

Con la vista clavada adelante intentandoveralgoqueindicara“pingüinoscerca” seguimos avanzando. A lo lejos comenzamos a notar la playa cubierta por rocas en todo su largo y ancho. Pero las rocas parecían moverse. “Son pingüinos”, dijo Javi. “No, no puede ser, son rocas Javi, ¿no ves la cantidad?”, retruqué. Pero las rocas fueron tomando forma y movimiento. Primero logramos ver a unos cuantos corriendo y revolcándose desesperados por llegar al mar apenas quisimos acercarnos. Algunos pasos más adelante ya eran cientos, caminábamos entre miles de pingüinos magallánicos espantados ante nuestra presencia. El ambiente se llenó de sonidos que no conseguíamos descifrar: ¿cantaban?¿Gritaban? ¿Estarían hablando? Muchos de ellos se parapara ban erguidos, el pico en alto y comenzaban con su ritual sonoro. Eran bellísimos, graciosos, torpes y se comportaban como una gran e inmensa familia. Apenas uno de ellos nos divisaba con sus ojitos de costado, avisaba al resto del peligro y la carrera de corridas chuecas y revolcones hacia el mar volvía a empezar una y otra vez. Intentábamos quedarnos quietos, caminar lento, explicarles que lo último que queríamos era lastimarlos, pero no había forma, de pronto hacíamos algún leve movimiento y salían espantados, cientos de pingüinos corrían despavoridos, desplumándose y haciéndonos sentir unos gigantes malignos e invasores.

Nos escondimos entre unos matorrales y permanecimos inmóviles durante u un largo rato. De a poco la curiosidad le ganó al miedo y se fueron acercando lent tamente, miraban para un lado y para el otro, nos investigaban, permanecían a u una distancia prudente, chusmeaban y continuaban su camino. Estuvimos entre p pingüinos toda la tarde, casi sin hablar, moviéndonos muy poco y simplemente disfrutando de ese nuevo mundo enano, chueco y con pico que nos autorizaba delicadamente y en silencio a conocerlo.

Así que hoy en día, cuando por alguna razón nombramos Cabo Vírgenes, la piel se eriza y algo increíble sucede. Serán ilusiones, trucos mentales, será tal vez que la magia no existe, que solo jugamos a ser niños o que preferimos nunca dejar de jugar aunque no lo seamos. Seguro todos podrán encontrar cantidad de razones lógicas para explicarnos que en un mismo momento, en la puntita del continente donde la tierra se vuelve océano, hubo un atardecer de arco iris, cientos de delfines danzando, playas pobladas por pingüinos cantores y las entrañas de un faro entre luces y sombras. Y entonces quizás los escuchemos respetuosos sin prestar demasiada atención, porque en la mano nos crecen plumas y algo como un pico nos tapa la nariz, mientras nos alejamos caminando chueco, justo cuando el sol se esconde y una ola nos choca de frente para dejarnos flotando boca arriba, mirando hacia el cielo y pensando que hay cosas que ningún hombre jamás va a lograr entender con la razón.

La carpa insistía en levitar y salir rodando. Las cosas volaban a su antojo. Entredormidos tropezábamos de un lado para el otro con los ojos y la nariz repletos de arena. Marisol López

CONTENIDO

es-ar

2022-01-07T08:00:00.0000000Z

2022-01-07T08:00:00.0000000Z

https://kioscoperfil.pressreader.com/article/281633898611660

Editorial Perfil