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Marie Corelli y la omnipotencia de los pensamientos

aparecen y desaparecen, y misteriosas figuras encapuchadas que aparecen y desaparecen abruptamente.

Por supuesto, no se trata precisamente de máquinas, ya que sus mecanismos no están a la vista y se activan sin ningún funcionamiento evidente. Pero no son máquinas precisamente porque están allí para ser no máquinas, es decir, para ser máquinas imaginarias, máquinas imaginadas porque son inimaginables, imaginadas para ser inimaginables, maquinarias de autosublimación fantasmal que manifiestan la fusión de maquinaria.

La radiactividad era la máquina fantasmal definitiva: era mecánica y, sin embargo, aparentemente carecía de límites materiales o de contención. Era una máquina que iba más allá de las condiciones de ser máquina. “Esto es precisamente lo que la radioactividad en cada alma individual de cada ser humano está ordenada a hacer”, escribió Corelli, “absorber una ‘forma desconocida de energía que puede hacer evidente como calor y luz’. Calor y luz son la composición de la Vida; – y la Vida que esta radiactividad del Alma genera en sí misma y por sí misma, nunca puede morir”.

Corelli no fue la única que vio el radio como una fuente pura de energía perpetua y, por tanto, como una especie de mecánica sin límites. Marie Curie había llegado al descubrimiento del radio cuando Henri Becquerel se dio cuenta de que los rayos X emitidos por las sales de uranio no parecían depender de ninguna acción externa, sino más bien de alguna propiedad permanente pero inagotable del propio uranio. Como sugiere Carolyn Thomas de la Peña en “The Body Electric: How Strange Machines Built the Modern American” (2003), eso alentó la idea de que la radiactividad era un principio de ilimitación:

“El radio entró y floreció dentro de una cultura popular de fantasía energética bien establecida por dispositivos de energía eléctricos y mecánicos anteriores. Sin embargo, a diferencia de los límites mensurables de las máquinas y los dispositivos eléctricos y de las relaciones inorgánicas con el cuerpo, el radio era invisible, ingerible y aparentemente infinito. Muchos creían que podía impulsar el cuerpo mediante una ‘tecnología’ tan natural como el corazón y los músculos mismos”.

Esta capacidad de generarse y perpetuarse desde dentro significó que la radiación, encarnada en el elemento mutativo radio, fuera identificada desde el principio como algo más que un nuevo tipo de fuerza física. Fue, como ha demostrado Luis A. Compos, una nueva encarnación de la idea de Vida misma, dando lugar a un “discurso radiactivo revitalizado”. Aunque la radiación pertenecía a un nuevo tipo de física, centrada en campos más que en cuerpos delimitados en espacio, parecía haber recursos considerables en la tradición poética, religiosa y mágica para imaginar este tipo de geometría permeable, y especialmente en relación con la idea de “influencia”, una palabra que ingresó al inglés desde el latín principalmente para significar lo que el Oxford English Dictionary el “supuesto fluir” desde las estrellas o los cielos “de un fluido etéreo que actúa sobre el carácter y destino de los hombres, y afecta a las cosas sublunares en general”.

Lo más importante para The Life Everlasting y sus fantasías de influencia son las diferentes formas de rayos poderosos, como la mirada de Aselzion, quien “estudió mi rostro con un escrutinio agudo que podía sentir como si fuera un rayo buscador, quemando cada rincón y recoveco de mi corazón y de mi alma”. Los rayos no son sólo instrumentos de inspección, sino que a menudo también son medios para transmitir ideas, voces e imágenes. El altar de la capilla está adornado con una gran cruz que emite “siempre rayos de ardiente brillo, y el efecto de su perpetuo destello de fuego resplandeciente era como si una corriente eléctrica emitiera mensajes que ninguna habilidad mortal podría jamás descifrar o poner en palabras, pero que encontraron su camino hacia la conciencia interior más profunda”.

El peligro aumenta cuando la narradora entra sola en la capilla de la Casa de Aselzion y se acerca a la fuente de poder central, que voluptuosamente la explora, la penetra y la impregna en una mezcla de éxtasis místico y fantasía de abducción extraterrestre: “¡El resplandor resplandeciente de la Cruz y la Estrella en toda esa quietud era casi terrible! – ¡los largos y brillantes rayos eran como lenguas de fuego que expresaban en silencio cosas indescriptibles!”. A pesar de su terror, o debido a él, se siente irresistiblemente atraída hacia el “perfecto vórtice de luz”, ese “extraño centro estrellado de luminosidad viviente”, hasta que ella es tragada –si es que ella misma no traga– en consumación extática:

“¡Paso a paso avancé resueltamente hasta que de repente me sentí atrapada como en una rueda de fuego! Me daba vueltas y vueltas, lanzando puntas de resplandor tan afiladas como lanzas que parecían entrar en mi cuerpo y apuñalarlo de principio a fin. Luché por respirar y traté de retroceder, ¡imposible! Estaba atrapada en una red de interminables vibraciones de luz que, aunque no emitían calor, ¡temblaban a través de todo mi ser con intensa búsqueda, como si estuvieran decididas a sondear hasta el centro mismo de mi alma!”.

Muchos abrieron camino a finales del siglo pasado y comienzos del presente. Entre ellos podemos encontrar a Ricky Martin y su bailoteado spanglish al ritmo de “Livin’ la vida Loca”, Juanes con “La camisa negra” y Maná, en connivencia con Santana, y su masivo éxito “Corazón espinado”, sin olvidarnos de Enrique Iglesias.

Iglesias es el artista latino con mayor repercusión en el mercado anglosajón: es quien tiene más sencillos en el número uno de la lista de éxitos latinos en Estados Unidos y en 2020 Billboard le nombró el “Mejor Artista Hispano de la Historia”. Con permiso de la familia, claro.

DE CUGAT A LA FANIA

Pero vayamos más atrás en el tiempo. Resulta inevitable no remontarse a aquellas décadas en las que los verdaderos pioneros musicales en lengua cervantina realizaban sus solitarias, dificultosas y talentosas incursiones en el mercado anglosajón, alejados de una estrategia común, homogénea y perfectamente planificada. En este contexto, sería inexcusable no destacar la figura del español Xavier Cugat, uno de los precursores de los ritmos latinos. Cugat era intérprete y director de su orquesta, y participó en numerosas películas del Hollywood dorado interpretándose a mismo.

Tras cuatro matrimonios, su última esposa fue Charo Baeza. Baeza se labró su propia imagen y carrera en Estados Unidos como guitarrista (exalumna de Andrés Segovia), actriz y cantante. Comenzó a colaborar con la orquesta del propio Cugat, forjando así un personaje de mujer latina sexy y popularizando su grito de guerra: “cuchicuchi”. Se convirtió en sí una auténtica figura del mundo del entretenimiento estadounidense y apareció en numerosos programas televisivos como “Vacaciones en el Mar”, “The Tonight Show” de Johnny Carson, “The Sonny & Cher Show”, codeándose con ilustres como Frank Sinatra o Dean Martin. Baeza incluso llegó a tener su propio espectáculo en Las Vegas.

Si alguien mantiene dudas de su relevancia, conviene puntualizar que aparece

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2023-09-17T07:00:00.0000000Z

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